
La reina de Inglaterra tiene dinero oculto en cuentas secretas de las Islas Caimán. Varios miembros del gabinete de Trump mantienen vínculos financieros con intereses petroleros rusos. Resulta que su equipo de fútbol local podría ser propiedad de un fideicomiso en algún lugar con muchas palmeras y su tarjeta de crédito está financiada desde una pequeña isla de la que quizá nunca haya oído hablar.
Hasta Bono, lo más parecido a un santo de la época moderna, se ha visto atrapado en este escándalo. Los papeles del paraíso, una gran cantidad de información financiera de paraísos fiscales filtrada a principios de semana, han producido sin duda titulares morbosos y le han sacado los colores a más de uno, hasta en el palacio de Buckingham.
Aun así, ni esta ni otras filtraciones masivas de datos del extranjero revelan en realidad nada que sea exactamente ilegal. Mucho más preocupante es la destrucción de la confidencialidad financiera. Por muy entretenido que sea (a quién no le gusta saber lo que ganan los demás) y aunque arroje algún que otro ejemplo de infracción real, al final todos acabaremos pagando el precio.
Los papeles del paraíso no son más que el último ejemplo de una gran filtración de datos financieros. Sólo el año pasado se publicaron 11,5 millones de papeles de la empresa panameña Mossack Fonseca sobre asuntos personales de miles de particulares adinerados y empresas privadas. Un año antes sucedió el escándalo de las filtraciones suizas, donde vieron la luz cientos de cuentas en Ginebra.
En 2014 conocimos las filtraciones de Luxemburgo y antes de eso la lista Lagarde, que enumeraba a más de mil supuestos evasores fiscales. A este ritmo, cada año veremos una cantidad enorme de datos hechos de dominio público por chivatos o piratas informáticos. Tienen casi la misma frecuencia que la final de un concurso televisivo de repostería.
Que esas filtraciones expongan en realidad algo está todavía por ver. Lo que sí es cierto es que la privacidad financiera se está destruyendo a marchas forzadas. Cuando cada dato se digitaliza de forma rutinaria y esos ordenadores se conectan a internet, es posible atacar cualquier cuenta o transferir los datos sencillamente a un pincho de memoria y publicarlos para que cualquiera los vea.
Conviene tener cuidado en el sentido de hasta dónde lo vamos a permitir. Las personas tienen derecho a la privacidad en sus asuntos financieros tanto como en cualquier otro aspecto de sus vidas.
Una persona o empresa tiene motivos perfectamente legítimos para mantener en privado sus cuentas bancarias. ¿Por ejemplo? Quizá tengan familiares o cónyuges a los que apaciguar. Los padres no siempre quieren que sus hijos o nietos sepan exactamente cuánto dinero le dan a otra persona y las mujeres pueden querer guardar en secreto algún dato económico de su marido y viceversa.
Una empresa puede elegir una filial extranjera porque no quiere revelar sus datos financieros a la competencia. O quizá desee mantener la información alejada de sus empleados o proveedores. Son argumentos perfectamente válidos para guardar la confidencialidad de las cuentas bancarias, estén donde estén.
En realidad, parece que nos acercamos a un punto donde será rutinario que las finanzas de cualquiera se publiquen en la web. Curiosamente, nos parece mal husmear en la vida sexual de los demás (y lo es, por supuesto, aunque se trate de adultos consentidores) pero no ponemos pegas a curiosear sobre su historial financiero. Las personas tienen derecho a la privacidad en casi todos los aspectos de su vida, incluidas sus finanzas. Nos escandalizamos con razón cuando supimos que los periódicos habían pinchado teléfonos pero ahora nos parece normal que se haga lo mismo con sus cuentas bancarias. ¿Cuál es la diferencia? Cuesta verla.
Con los papeles del paraíso, por lo que podemos decir hasta el momento, alguien extrajo grandes cantidades de datos (se calcula un total de 13,4 millones de ficheros) del bufete de abogados Appleby y se los entregó al periódico alemán Suddeutsche zeitung, que a su vez lo compartió con otros diarios del mundo. Suena a robo de información privada.
Cuando se filtraron los papeles de Panamá a la misma organización hace un año, la fuente fue una persona anónima que aseguró luchar contra la desigualdad global. ¿Un empleado contrariado? ¿Un pirata solitario? ¿Un ex cliente? Por ahora no hay forma de averiguarlo.
Desde luego, si uno blanquea capitales o evade impuestos, debe conocerse y sancionarse si se le encuentra culpable. Sin embargo, parece que estamos generando una cultura en la que se considera perfectamente aceptable acceder a cuentas bancarias privadas y subir los datos a internet. Se empieza con cuentas en el extranjero porque casi todo el mundo parece haber aceptado que sólo las usan los dictadores corruptos y evasores fiscales, aunque eso es muy alejado de la realidad. Y no se va a detener ahí. En cuanto nos acostumbremos a la ronda anual de filtraciones, los bancos, gestores de fondos y asesores financieros no tardarán en descubrir datos de sus clientes filtrados y subidos a la red.
La confidencialidad cumple un propósito: permite a las personas gestionar sus asuntos en privado, manejar situaciones delicadas y hablar llanamente con sus banqueros, agentes y asesores. Unas cuantas organizaciones han decidido que conviene exponer todos los tratos financieros y los bancos y sus clientes quizá tendrán que acostumbrarse a ello. Desde luego, quien tenga una cuenta en un paraíso fiscal esperará a estas alturas que se publiquen los datos este año o el que viene, pero echaremos de menos la privacidad a la antigua más de lo que creemos, porque sin ella se hará mucho menos.