
Como era previsible, Junqueras y siete ex consejeros catalanes han ingresado en prisión. Son los primeros, pero habrá más teniendo en cuenta la gravedad de los hechos por todos conocidos. El independentismo y algún que otro equidistante ven desproporcionada la medida, pero eso es por no leerse el Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Podían pensar que los políticos están por encima de la Ley, pero creo que ya se les está quitando de la cabeza. Ante una conducta férrea delictiva era de esperar una querella de hierro, que responde a los delitos que todos hemos visto, aunque serán los jueces quienes los determinarán, y a pesar de su ajustada dureza ha evitado la estridencia de una detención inmediata, que podría haber sido posible ante delitos tan flagrantes, como le ocurre a cualquier delincuente que se le pilla con las manos en la masa.
Esa prudencia es digna de mención, más que nada porque el Estado debe actuar con toda la serenidad que a estos investigados les ha faltado y transmitiendo la seguridad de que al final se da cumplimiento a las resoluciones judiciales que se toman. Y eso se aplica, igualmente, a los que están en busca y captura, que han sido muy valientes para todo menos para hacerse responsables del tremendo perjuicio causado a Cataluña y al conjunto de España, que costará miles de millones, ha supuesto la salida de Cataluña de unas 2.000 empresas, ha fracturado la sociedad y ha arrastrado por el suelo el prestigio de Cataluña y, por ende, de España.
Es generalizada la opinión de que el Gobierno, con el apoyo de PSOE y Ciudadanos, está acertando en su estrategia para afrontar la crisis independentista en Cataluña. No sólo por la urgente convocatoria electoral, sino por haber renunciado a una intervención total de la autonomía por otra más quirúrgica, pues sirve mejor a transmitir una sensación de tranquilidad que es fundamental. En el breve lapso de tiempo que va a transcurrir hasta las elecciones no se puede hacer otra cosa y no es posible resolver décadas de nacionalismo excluyente en pocas semanas, porque eso sólo puede hacerse con años de Gobierno si el conjunto de los catalanes así lo deciden en las urnas, propiciando nuevas mayorías, lo que está por ver.
A pesar de que los independentistas controlaban una gran administración y un enorme presupuesto, han sido incapaces de sobreponerse al poder del Estado, como era previsible. El Estado no es sólo el Gobierno, aunque Puigdemont no lo sepa. De hecho, exigía a Rajoy la puesta en libertad de los Jordis cuando es una decisión que no puede tomar, afortunadamente, porque en las democracias hay división de poderes, aunque en la ley de transitoriedad de Puigdemont y sus secuaces no esté prevista y desde su mente aldeana crean que se puede ejercer el poder como un señor feudal.
Los ingresos en prisión, tanto de consejeros como de los Jordis, sitúan a los agitadores de la calle ante la posibilidad de acabar igual si con sus algaradas se producen acosos a las fuerzas del orden o hechos violentos con objeto de obtener la independencia. Así que deben tener mucho cuidado los del megáfono porque la línea que divide la sedición y la rebelión de una simple manifestación ha quedado establecida y las organizaciones autodenominadas soberanistas, que son independentistas, podría considerarse por la fiscalía que actúan en coordinación con los procesados y para obtener los mismos fines. Esperemos, por el bien de todos, que si tienen capacidad de movilización a estas alturas, se comporten pacíficamente.
La aplicación del artículo 155, aunque sea blando, favorece la celebración de unas elecciones limpias. Por primera vez, el independentismo se presenta sin las palancas que otorga el ejercicio del poder. También se priva a las entidades independentistas de recibir fondos en forma de subvenciones con los que sustentar el apoyo a los partidos políticos afines y se evita la compra de voluntades o la movilización de grandes masas con la facilidad de transporte y logística que da el dinero casi sin límite.
Cada vez más se pone de manifiesto que el independentismo había diseñado una hoja de ruta rígida que, a diferencia de lo que querían transmitir, no tenía planes alternativos en caso de que los acontecimientos no evolucionaran como estaba previsto. Así, todo fue más o menos bien para ellos hasta pocos días después del 1-O, pero cuando la internacionalización del conflicto no da como resultado la obtención de apoyos, su plan se viene abajo. En la práctica, todo parece un tremendo chantaje urdido por el nacionalismo para obtener un nuevo estatus para Cataluña que pusiera en sus manos las suficientes competencias como para ser de facto un país independiente. Por eso, lo más importante de todo lo que se habrá de hacer en los próximos años es impedir que obtengan ningún rédito de todo este montaje. España no se puede fiar del buen uso de las competencias otorgadas y tampoco de que no ejerzan competencias de las que carecen, como había sucedido hasta ahora y que tan acertadamente el Gobierno está suprimiendo. No está garantizado que no puedan volver al poder e intenten, de nuevo, desbordar el marco competencial.
No hay más que ver la desesperada rueda de prensa que ofreció el fugado Puigdemont desde Bruselas para darse cuenta de que toda la estrategia independentista giraba entorno a la internacionalización y la descalificación del Gobierno. Pero si sus argumentos no han surtido efecto cuando actuaba como un político electo, menos lo está surtiendo cuando quien los invoca es un sujeto prófugo de la justicia sobre el que pesa una orden de busca y captura. La estética de la rueda de prensa fue deplorable, así como los argumentos esgrimidos, criticados por una prensa internacional que, en general, los considera ridículos.
El independentismo radical es muy peligroso. No son pacifistas en absoluto, aunque permanentemente hablen de paz. El grado de estrés y violencia en que han sumido a la sociedad catalana y española no va a poder olvidarse y va a costar superarlo. Veremos en los próximos días cómo se desarrollan los acontecimientos y si las hordas secesionistas se comportan civilizadamente. En todo caso, en la sociedad catalana, y no digamos en la española, hay mucho cansancio y es bastante probable que tras unos conatos iniciales, todo acabe por calmarse de cara a las próximas elecciones. El Gobierno, por el contrario, está actuando con gran prudencia y mesura, respetando la división de poderes y actuando sin estridencias. Ha cometido algunos errores, pero parece haber aprendido rápidamente de ellos. Y, a pesar de su debilidad parlamentaria, se ha procurado los suficientes apoyos como para hacer valer que su actuación lo es en nombre del Estado y en representación de una inmensa mayoría de españoles y, por tanto, de catalanes.
Tiene que quedar claro ante las nuevas elecciones que ni ahora ni nunca Cataluña podrá obtener la independencia al margen de la legalidad. Quien así la promueva debe saber qué consecuencias tiene y ese debe ser el efecto de la querella de hierro. Sin embargo, la autonomía constitucional de Cataluña será respetada por el Gobierno en todo caso, y ese es el efecto que debe producir el 155 de seda. Esta es la forma en la que actúa el Estado, el único que existe en Cataluña y en el resto de España. Debe ser una lección que el nacionalismo catalán jamás pueda olvidar.