
A estas alturas, creo que nadie duda de que el señor Puigdemont no quiere referéndum: quiere, sencillamente, la secesión, incluso contra la voluntad de los ciudadanos catalanes, la cual debería respetar (no debe olvidarse que, en las últimas elecciones autonómicas, la mayoría no votó por opciones secesionistas y que en su programa no figuraba el referéndum, sino la independencia). La mascarada del pasado domingo es, sencillamente, una coartada para, cual chamán, generar una percepción colectiva de estar acudiendo a una celebración democrática que legitime sus designios. No ha habido tal: ni la Comisión de Venecia validó el proyecto de referéndum, ni la Comisión Europea ni los principales Estados de la UE le conceden la menor homologación democrática. Ni la participación ni el recuento ofrecen la menor fiabilidad. Cuestión distinta, e importante, es que el 1-O, al igual que otras manifestaciones anteriores, haya puesto de manifiesto que la independencia, en cuanto tal o como muestra de protesta contra determinadas políticas, concita un apoyo amplio, aunque no mayoritario. En realidad, estamos ante un ravage solo apto para creyentes , la inmensa mayoría de ellos ciudadanos de buena fe, con derecho, por lo demás, a ser secesionistas.
Siempre ha habido en Cataluña lo que Vicens Vives denominó "voluntad de ser", parte de la cual se concretaba en un deseo de independencia política. Esa parte ha crecido notablemente en los últimos tiempos debido a factores diversos en los que no es posible detenerse aquí y entre los que me parece oportuno destacar los graves daños causados por la profunda y prolongada crisis económica de la que aún no hemos salido del todo, con sus graves secuelas de aumento de las desigualdades y de las incertidumbres personales ante el futuro.
Este es el mejor caldo de cultivo para el desarrollo del populismo, especialmente en aquellas sociedades que, en lugar de cultivar la responsabilidad individual, fomentan la delegación del propio destino personal en eso que llamamos Estado y que no es sino el instrumento de poder de los gobernantes. Así, cuando algo va mal, la responsabilidad nunca es propia sino de "otros", y la manera de superarlo no es analizar qué hemos hecho mal, sino buscar un culpable. Este es el líquido amniótico en el que crece el chamán. Culpabiliza de los males del "pueblo" a otros, ofrece soluciones mágicas y reclama el poder para imponerlas. Quien se oponga a esta dinámica no forma parte de la solución, sino del problema. Por eso, los chamanes nunca hablan de ciudadanos sino de "pueblo" y sólo forman parte del mismo quienes comparten y, sobre todo, aclaman sus designios. Los demás son "enemigos del pueblo", es decir, del chamán. Algunas de las recientes intervenciones de Carmen Forcadell, presidenta del Parlament de Cataluña, en este sentido, son realmente escalofriantes.
Para fomentar la cohesión entre sus seguidores y la fidelidad a sus designios, el chamán necesita encontrar un enemigo y demonizarlo, haciendo que personalice "todo mal sin muestra de bien alguno", convirtiéndolo en el origen, sin lógica causal alguna, de todos los males, también reales o imaginarios, de sus creyentes, de modo que indigne, es decir, que ofenda la dignidad de sus fieles, pues la indignación, irreflexiva, aumenta la confrontación, por tanto, el tribalismo y, en última instancia, el poder del chaman y de su cohorte.
Es inevitable porque ésta es la lógica de la cooperación humana: la cooperación intragrupal se consigue fomentando el enfrentamiento intergrupal (J. Green). El progreso, por el contrario, consiste en aumentar y profundizar el alcance de la cooperación, la cual genera una interdependencia creciente y debilita el tribalismo y, por lo tanto, el chamanismo. De ahí, las dificultades para progresar: el progreso requiere que los individuos acepten que el cumplimiento de las normas (abstractas) que se han dado está por encima de la tendencia a favorecer a los parientes y miembros del grupo o grupos con los que se mantienen relaciones de pertenencia.
Por ello, la retórica del chamán divide a las sociedades en subgrupos, los enfrenta y paraliza el progreso. El populismo ha propiciado el retorno de los chamanes, siempre al acecho, no solo en Cataluña y en el resto de España, sino en la mayor parte de Europa y del resto del mundo desarrollado, pues, por lo que se refiere a los países subdesarrollados, desgraciadamente, nunca se han librado de ellos.
Resulta difícil entender cómo en un país con una antigua tradición democrática, como España (recuérdense las Cortes de León de 1188 o las Cortes Catalanas de 1192, mucho más avanzadas que la Carta Magna de 1215), pese a los paréntesis habidos, con un crecimiento económico por encima de la media europea durante estos últimos 40 años, situado entre los primeros lugares en los índices de calidad democrática y desarrollo humano, con uno de los más altos niveles de descentralización del mundo, con una población tolerante y civilizada como pocas, sin partidos xenófobos (salvo los brotes que se observan en los partidos nacionalistas), que ha sido capaz de integrar a una gran cantidad de inmigrantes sin excesivos problemas, una potencia turística de primer orden de la que los visitantes valoran, en primer lugar, nuestro modo de ser, un país en el que apenas existen roces lingüísticos entre castellano y catalanoparlantes en Cataluña (y ello por el merito de los ciudadanos y a pesar de las políticas discriminatorias seguidas desde el primer Gobierno Aznar por los sucesivos gobiernos de la Generalitat); resulta difícil entender, repito, que un país compuesto por esos ciudadanos haya podido sucumbir del modo en el que lo ha que lo ha hecho como víctima de la retórica de los chamanes, una retórica que puede encandilar pero que, en todo caso, debe ser desenmascarada.
Parece claro que la supervivencia política del señor. Puigdemont y la profesional de la clerecía que lo sustenta (en el sentido de S. Coleridge, según el cual conforman una clerecía quienes viven de crear, preservar y diseminar una cultura nacional) depende de conseguir la independencia política de Cataluña. No sirve, por lo tanto, ninguna solución que no garantice la independencia. En estas circunstancias, es imprescindible mantener viva la llama del carácter mágico de la secesión, lo que permite disculpar, incluso aprobar, cuantos desmanes se le ocurran para conseguir el Santo Grial, pues son presentados como necesarios y provisionales y que los "buenos" catalanes, se sobreentiende, no deben temer porque se cometen en su beneficio. Solo así puede entenderse, por ejemplo, que la denominada Ley de Transitoriedad, claramente autoritaria y antidemocrática, que implica una enorme concentración de poder en manos de un hipotético gobierno catalán independiente, del que, muy probablemente, formaría parte la CUP, no haya producido escándalo alguno en personas que, al menor desliz, por microscópico que sea, de cualquier gobierno, especialmente si es el español, levantan el dedo acusándolo de autoritario y, de paso, de centralista, aunque ambas cosas sean falsas, pero la pervivencia de los mitos, por falsos que sean, es necesaria para mantener viva la llama de la magia.
Todos estamos de acuerdo, salvo el núcleo irreductible del secesionismo (del que también forman parte diversos partidos revolucionarios de extrema izquierda para los que la democracia tiene un simple valor instrumental) en que el Estado de Derecho debe ser preservado, pues la quiebra de la ley significa pasar de una sociedad civilizada a la lucha de todos contra todos con el triunfo del más fuerte y la opresión de los mas débiles, justamente lo que la ley y concretamente la ley democrática, que es la propia del Estado de Derecho, evita. De ahí la responsabilidad indelegable e inexcusable de los gobernantes, tanto de los actuales como de los futuros, de garantizar el imperio de la ley.
Todos estamos de acuerdo en que en la gestión del 1-O se han cometido errores, algunos graves, en la estrategia de defensa del Estado de Derecho, que hubiera requerido una mejor y más firme y afinada selección en las decisiones, en lugar de actuaciones que implicaran directamente a la población, lo que ha dado lugar a las imágenes que tanto ansiaban los dirigentes de la secesión con unos efectos mediáticos perjudiciales para la imagen de España y favorecedores de la simpatía por la causa secesionista, tanto a nivel nacional, como, sobre todo, internacional. Sin duda, ha habido excesos, que deben ser investigados y, en su caso, sancionados, pero la opinión de la Fiscalía es clara. Sin embargo, ese hecho, es el que capta toda la atención internacional, no la convocatoria contra la prohibición del Tribunal Constitucional, la manipulación de los votos, la pasividad de una parte de los Mossos, cuya actuación antes de la apertura de las votaciones hubiera evitado gran parte de lo sucedido, etc.
Si queremos que nuestro país, la España grande e inclusiva, continúe por la senda de progreso y bienestar que, pese a todo, hemos sabido construir durante estos cuarenta años, además de defender el Estado de Derecho, debemos ser capaces de variar la forma de analizar y discutir nuestros problemas comunes.
Debemos ser capaces de tirar por la borda la retórica del chamán y sustituirla por la retórica que V. Lapuente denomina "de la exploradora" y que yo prefiero denominar "de la ingeniería". Hay que abandonar la política de palabras grandilocuentes y de escenarios supuestamente idílicos, sin comprobación empírica previa alguna, y adoptar una política dirigida a mejorar aspectos concretos de nuestra realidad, comparando lo que tenemos con alternativas factibles, abonadas por la investigación, el conocimiento y la experiencia, que supongan un juego de suma positiva con un grado de equidad ampliamente aceptado.
De entrada, es una opción poco atractiva: no ofrece soluciones mágicas ni escenarios idílicos. Por el contrario, pide esfuerzo y mejoras solo parciales y pequeñas, pero constantes. Pero así es como avanzan las sociedades que, hoy, están más desarrolladas. Todas las experiencia históricas de chamanes que han prometido supuestos paraísos tan mágicos que requerían atajos y desprecio de los procedimientos democráticos, es decir, de los derechos de quienes discrepan, y, a la postre, de los derechos de todos, han acabado en desastres siniestros y vergonzosos. Apelo al fondo cultural del lector para no tener que explicitar ninguna de estas experiencias, las cuales deberían habernos enseñado ya que, en este vida, no hay atajos, que se hace camino al andar y que, en definitiva, la meta es el camino. Por eso, ni la Unión Europea ni ningún Estado importante ni institución internacional reconocerá nunca una declaración unilateral de independencia de una parte de un estado democrático, al margen de los procedimientos reglados.
Mejorar significa avanzar sin perder nada de lo conquistado. En esta política no hay espacio para el chamán, y se reduce el espacio del político al uso, ampliando el espacio para los profesionales de lo público competentes y experimentados. Con estas políticas disminuyen las tensiones sinsentido y mejora la vida de los ciudadanos. Este es el giro que necesitamos para seguir mejorando.
Si se consigue que la tensión ambiental y emocional en relación a cuanto integra y rodea al secesionismo, disminuya, es preciso retomar unos contactos y desarrollar unas negociaciones que abandonen la retórica del chamán, que siempre acaba en la confrontación y en el fracaso, y adopte la del ingeniero, no solo la del que construye caminos, canales o puertos, sino, en este momento, la del que construye puentes y, sobre todo, la del que es capaz de desarrollar una ingeniería política e institucional de alta calidad, que permita ampliar y profundizar el alcance de la cooperación entre todos los ciudadanos. Como decía North, la calidad de las instituciones es el andamio de la civilización. Necesitamos ingenieros políticos e institucionales y superar, de una vez, la superchería de los chamanes.