
Con la victoria de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales francesas, y con la Unión Demócrata Cristiana de Angela Merkel disfrutando de un cómodo liderazgo en los sondeos de opinión de cara a las elecciones generales alemanas del 24 de septiembre, se ha abierto una ventana para la reforma de la eurozona. El euro siempre ha sido un proyecto franco-alemán. Con un dinámico nuevo líder en un país y un renovado mandato popular en el otro, ahora hay una oportunidad para que Francia y Alemania corrijan los peores defectos de su creación.
Pero los dos lados siguen profundamente divididos. Macron, en la tradición francesa de toda la vida, insiste en que la unión monetaria tiene poca centralización. La eurozona, defiende, necesita su propio ministro de finanzas y su propio parlamento. Necesita un presupuesto de cientos de miles de millones de euros para cubrir proyectos de inversión y aumentar el gasto en países con alto desempleo.
Merkel, por su parte, considera que el problema de la unión monetaria es una cuestión de demasiada centralización y poca responsabilidad nacional. Le preocupa que un gran presupuesto de la eurozona no se gastara con responsabilidad. Aunque no se opone a un ministro de finanzas de la eurozona, no concibe que dicho alto funcionario posea amplios poderes.
Unión bancaria
Pero hay un estrecho camino hacia adelante que debería ser aceptable para ambos lados. Empieza completando la unión bancaria. Europa tiene ahora un supervisor único en el Banco Central Europeo, pero carece de un plan de garantía de depósito común, y los dirigentes alemanes se oponen basándose que ha habido una reducción inadecuada del riesgo en el sistema bancario europeo. En otras palabras, les preocupa que las tasas impuestas a los bancos alemanes se usen para compensar a depositantes de otros países.
La solución se encuentra en blindar los bancos aplicando estrictamente los exigentes estándares de capital de Basilea III y limitando las tenencias concentradas de bonos soberanos. Aquí la paradoja es que los reguladores europeos, incluidos los reguladores alemanes, han defendido de hecho una aplicación más flexible de esas regulaciones en las negociaciones con Estados Unidos. Al hacerlo, han peleado contra sus propios intereses.
Luego, Europa debe transformar el Mecanismo Europeo de Estabilidad, su proto-fondo de rescate, en un verdadero Fondo Monetario Europeo (FME). Sus recursos podrían incrementarse aumentando las subscripciones de capital de los Gobiernos y ampliando su capacidad para tomar prestado. La toma de decisiones podría simplificarse pasando del principio de unanimidad vigente a un voto por mayoría cualificada.
El FME podría entonces sustituir al BCE y la Comisión Europea en la negociación de los términos de los programas de financiación con los Gobiernos. La decisión final sobre si extender un préstamo de emergencia ya no recaería en los jefes de Estado reunidos toda la noche. En lugar de eso, la tomaría un consejo formado por representantes de la eurozona, incluida la sociedad civil, nombrado por el Consejo Europeo y confirmado por el Parlamento Europeo, que daría al proceso una legitimidad de la que ahora carece.
Alemania no se fía
Pero Alemania solo aceptará si ve pasos que limiten la probabilidad de una cara intervención. Eso nos lleva a la controvertida cuestión de la política fiscal. Ya es hora de abandonar la ficción de que la fuente última de disciplina fiscal es una serie de normas UE aplicadas estrictamente. La tributación y el gasto público siguen siendo sensibles prerrogativas nacionales, lo cual vuelve ineficaz la supervisión externa. Asignar la supervisión a la Comisión Europea de Bruselas presagia, inevitablemente, no disciplina sino una peligrosa reacción populista.
La alternativa es devolver el control de la política fiscal a los Gobiernos nacionales, abandonando la pretensión de que la política pueda reglamentarse en las normas de la UE. Los Gobiernos podrían entonces tomar sus propias decisiones; si toman malas decisiones, tendrán que reestructurar sus deudas. Adoptar un mecanismo europeo de reestructuración de deuda ayudaría a evitar las peores consecuencias. Cualquier consecuencia adversa ya no se extendería a otros países, porque los bancos ya no tendrían concentraciones de bonos soberanos. No provocarían la quiebra del FME, que solo podría prestar en casos de iliquidez, no de insolvencia.
Estas ideas horrorizarán a los aplicados euro-federalistas. Podrían hacerles la concesión de un fondo de seguro de desempleo piloto por un, digamos, 1% del PIB de la eurozona. Eso sería análogo a las disposiciones estadounidenses según las cuales el Gobierno federal provee financiación parcial para el seguro de desempleo administrado a nivel estatal. Y eso daría al ministro de finanzas de la eurozona algo que hacer. Si se viera que el modesto programa inicial funcionara, podría escalarse.
Pero los políticos alemanes son conscientes de que el desempleo es 2,5 veces mayor en Francia que en su casa, lo cual eleva el riesgo de que las transferencias fueran todas en un solo sentido. Por eso tales propuestas son contingentes a reformas estructurales que reduzcan el desempleo donde está alto y aumenten la flexibilidad de los mercados laboral y de productos.
Este es en esencia el trato que Macron ha ofrecido a Merkel. Parafraseándole: "Emprenderé profundas reformas estructrurales si ustedes acceden a dar pasos modestos en la dirección del federalismo fiscal, completar la unión bancaria, y crear un Fondo Monetario Europeo".
Nadie en ninguno de los lados del Rin considerará perfecto este acuerdo. Pero con la divisa europea en juego, no debería permitirse que lo perfecto se volviera el gran enemigo de lo bueno.
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