En todo conflicto, por no emplear palabras peores aún, la verdad es una de las primeras víctimas vapuleadas. Y en esta crisis institucional sin precedentes que sigue abriéndose paso ante la incredulidad de la mayoría de los españoles, una parte de los análisis están cargados de eso que ahora se llama, en aras a la modernidad, la postverdad, que no es otra cosa más que la ausencia de veracidad.
Los independentistas que arropan la convocatoria del referéndum ilegal, de igual manera que las organizaciones que lo apoyan sin ir tan lejos como los convocantes, han construido un argumento sobre el que se ha edificado una teoría de la necesidad de que el pueblo catalán ejerza su derecho al voto como si no lo hubiera hecho de forma repetida y hasta cansina (generales, autonómicas constantes y municipales) en los últimos decenios. Los catalanes han decidido sobradamente su futuro con plena libertad durante la etapa democrática, y nadie va a hurtarles ese derecho en el futuro dentro del marco de convivencia que eligieron junto al resto de españoles en el período constituyente. Esto siempre ha ido de democracia, y ahora tratan de que vaya de independencia, señor Guardiola.
La argumentación que justifica todo esto, pulida a golpe de cincel durante años no sólo por los independentistas, se basa en la anulación por parte del Tribunal Constitucional del nuevo Estatuto que aprobó el Parlament y votó el pueblo catalán. La primera aclaración es de raíz: el tribunal no suspendió el texto catalán, sino que anuló algunos de sus preceptos, catorce para ser exactos, que chocaban claramente con la Ley fundamental de nuestro país. Se argumenta que los culpables de haber alterado la convivencia en Cataluña son los que presentaron un recurso de inconstitucionalidad, olvidando que los jueces, con la Constitución en la mano, atendieron en su decisión al interés general de los ciudadanos. La quiebra social la habría provocado quien denunciara el contenido del Estatut con el afán de dividir y viera rechazadas sus alegaciones por la Justicia.
Si es cierta la premisa de que el recurso y la sentencia soliviantaron a media Cataluña hasta el punto en que nos encontramos ahora, existe un complicado encaje de fechas que nadie ha sabido explicar. La decisión del TC data de junio de 2010. Artur Mas se convirtió en president en noviembre de ese año, sin prometer a sus electores ningún proceso rupturista. Es más, gobernó con el apoyo puntual del PP, autor del recurso maldito, que estaba entonces en la oposición en el Congreso de los Diputados. Pasaron dos años y medio hasta que tras una Diada multitudinaria comenzó a abrirse paso un soberanismo institucional que no se había adivinado en todos los meses transcurridos desde la anulación de los artículos del Estatuto. Siendo tan determinantes el recurso y la sentencia para la indignación que sintió una parte de la sociedad catalana, alguien debería explicar por qué todo esto tardó veintiséis largos meses en cobrar cuerpo, hasta desembocar en la tremenda situación que hoy atravesamos.