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Francia en marcha

  • En España, hay demasiados empecinados en revivir las divisiones del pasado
Foto: Efe.

Pocas naciones tienen en su historia reciente tantos motivos para sentirse a disgusto con su pasado como Francia. Una vergonzosa derrota y ocupación durante la última guerra mundial, un régimen colaboracionista de Vichy que deportó a sus ciudadanos judíos a los campos de exterminio alemanes y en la postguerra, más derrotas en las cruentas guerras coloniales de Indochina y Argelia. Y qué decir de una clase política que no ha escapado a episodios recurrentes de corrupción, algunos tan pintorescos como los diamantes con que aquel tirano africano llamado Bokassa cortejaba a Giscard d'Estaing.

Y sin embargo, Francia nunca ha perdido la fe en si misma y en su capacidad de regeneración inspirada por una ambición: el ideal de una Francia como patria común, grande, libre y fraternal. Una Francia superior en su inteligencia que sabe perdonarse y perdonar, superando las heridas de una guerra para construir con su antiguo enemigo un nuevo espacio en el que recoger y alentar los mejores valores de nuestra civilización europea. Una actitud positiva, una manera de ser efectiva que contrasta con aquellos que en España incesantemente remueven una versión de nuestro pasado sesgada y rencorosa.

En nuestro país todavía perdura desgraciadamente una querencia malsana por parte de muchos de vivir permanentemente en el agravio, o en el mejor de los casos, en el autodesprecio de todo lo nuestro. Un retorcido mecanismo de temperamento que traslada el sentimiento íntimo del "soy una mierda" al liberador "somos una mierda" que les absuelve de cualquier responsabilidad personal y les sitúa en un falso olimpo de superioridad de aquel que, supuestamente habiendo diagnosticado el mal, se siente justificado para seguir apoltronado en el derrotismo y la negatividad. En este país nuestro hay demasiados empecinados en revivir las divisiones del pasado. Un franquismo criminal, una república virginal, ese es el relato paralizante y envenenado que todavía hoy machaconamente nos venden aquellos que nacieron precisamente en el postfranquismo. Un ardid paralizante, un relato Frankenstein de relatos parciales y sesgados que pretende anatematizar cualquier intento de superar la vieja división entre derechas e izquierdas, para crear un "otro" sobre el que descargar nuestras culpas compartidas.

Eternamente insatisfechos, no valoramos nuestros logros como país; hay que arrasar lo concreto, lo construido en aras de un idílico espejismo adánico que desafíe la ley de la gravedad de la imperfección consustancial a todo lo humano. Somos propensos a un ombliguismo de aldeanos que piensa que allende de nuestras fronteras todo es "Dinamarca". Un papanatismo del poco viajado que piensa que al norte de los Pirineos no existe el pecado original, cuando lo que cambia es el nivel de exigencia y el compromiso de sus sociedades con unos estándares de virtudes cívicas, la primera de las cuales se llama patriotismo. Una palabra que en este nuestro país es tabú, cuando el amor por la patria no es otra cosa que el aprecio por nuestros conciudadanos y nuestras costumbres, la ilusión compartida por un proyecto común de convivencia y el empeño de dejar un mundo mejor para nuestros descendientes. Pero eso requiere hacer historia, volcarse decididamente en el presente y dejar de proyectar monótonamente una y otra vez los viejos No-Dos rancios del pasado.

Y es precisamente esa ambición de futuro, esa capacidad de reinventarse y no quedarse empantanado en el pasado la que ha llevado a Francia a rechazar las soluciones simplistas y antieuropeas de Marine Le Pen a la derecha y las demagogias trasnochadas de Mélenchon a la izquierda y otorgar su confianza al proyecto renovador de Macron, que propone gestionar el presente sin filtros, ni apriorismos ideológicos.

Hoy los desafíos inéditos de la globalización, emigración, terrorismo islámico, y la emergencia de auténticas potencias demográficas y económicas como China, India, Indonesia exigen gestores competentes y no políticos y políticas intelectualmente ancladas en el siglo XIX. Francia ha vuelto a ocupar el papel de motor de la UE que el pragmatismo de su electorado le confiere. La tarea que se ha impuesto el nuevo Gobierno no es fácil, pero las líneas maestras están claras. En el orden interno, una reforma laboral que dé paso a un diálogo social que sobre una base sostenible fomente la competitividad y reduzca las desigualdades sociales. Ligar las prestaciones de desempleo a programas de capacitación y servicios comunitarios y una importante reducción del gasto público por valor de tres puntos del PIB, que permita bajar los impuestos. Reducir en un tercio el número de diputados y senadores y "acabar con la proliferación legislativa", para que la acción del Parlamento se centre mas en evaluar la efectividad de la legislación vigente que en continuar engordando el Boletín del Estado.

La elección de Macron y su partido "La República en Marcha" confirma en sus propias palabras esa "formidable sed de renovación", tan necesaria en Francia y que ha alumbrado una "vía radicalmente nueva" de avanzar, que proyecta trasladar también a la UE. Una Europa con mecanismos de convergencia más poderosos. Una Europa que se proteja frente a la globalización e inmigración incontrolada y que impulse un modelo de sociedad basada en los valores de laicismo, igualdad de la mujer, libertad de expresión y rechazo de cualquier totalitarismo, sea este político o religioso. Valores que también una España en marcha supo hacer suyos en la transición superando viejas divisiones y rencores.

No son tiempos de tramposas "memorias históricas", no son tiempos para mirar atrás con ira. Hay que volcar todas nuestras energías en el presente. Los valores europeos de la reconciliación y la unidad son el único camino posible en esta Unión que estamos construyendo.

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