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El infeliz aniversario de Asia

Foto: Dreamstime.

Este mes marca el vigésimo aniversario de la crisis financiera de Asia o, para ser más precisos, el suceso que la desencadenó: la devaluación del baht tailandés. Aunque aniversarios así no son exactamente motivo de celebración, al menos ofrecen la oportunidad de mirar atrás y examinar lo que ha cambiado y también lo que no.

Los motivos de la crisis se refutaron en su momento y todavía se ponen en duda. Los observadores occidentales culparon a la falta de transparencia de los países asiáticos y a unas relaciones sumamente estrechas entre las empresas y los gobiernos, en lo que describieron como un "capitalismo de compadreo". Los comentaristas asiáticos, por su parte, culparon a los fondos de cobertura de desestabilizar los mercados financieros regionales y al Fondo Monetario Internacional de recetar una terapia que casi mata al paciente.

Ambos puntos de vista tienen parte de validez. El balance publicado por el Banco de Tailandia exageraba ferozmente sus reservas disponibles en divisas, no exactamente un ejemplo de transparencia financiera. Los especuladores extranjeros apostaron activamente contra el baht y entre los vendedores en corto no solo había fondos de cobertura sino también bancos de inversión, incluso uno que asesoraba simultáneamente al Gobierno tailandés sobre cómo defender su moneda. En su asesoramiento a los países asiáticos sobre la gestión de la crisis, el FMI erró (no por última vez, todo hay que decirlo) en el sentido de demasiada austeridad fiscal.

A un nivel más fundamental, la crisis reflejó la disparidad entre el modelo de crecimiento histórico de Asia y sus circunstancias actuales. Ese modelo enfatizaba unos índices de crecimiento estables, que se veían necesarios para la expansión de las exportaciones. Recalcaba la inversión, toda la necesaria para un crecimiento de dos cifras, y fomentaba los préstamos extranjeros necesarios para financiar el nivel necesario de formación de capital.

Sin embargo, en 1997 las economías del sureste asiático habían alcanzado una fase de desarrollo en la que la inversión de fuerza bruta por sí sola ya no bastaba para sostener unos índices altos de crecimiento. En su dependencia del crédito extranjero, su modelo de crecimiento ignoraba los riesgos.

Las fuerzas externas, mientras tanto, agravaron el problema. La admisión de Corea del Sur en la OCDE exigió a su gobierno desmantelar los controles de capital y expuso a la economía a los flujos de entrada de "dinero caliente" a corto plazo. Más en general, los países se vieron presionados por el FMI y el Tesoro estadounidense a eliminar restricciones al flujo de capital, lo que amplió los riesgos y aumentó la problemática de mantener unos tipos de cambio fijos.

Este esbozo de la crisis resalta cuánto ha cambiado en los veinte años posteriores. Para empezar, los países en crisis han reducido sus índices de inversión y expectativas de crecimiento a unos niveles sostenibles. Los Ejecutivos asiáticos siguen recalcando el crecimiento pero no a cualquier precio.

En segundo lugar, los países del sureste asiático tienen unos tipos de cambio más flexibles. Ninguno es perfectamente flexible, desde luego, pero los Gobiernos de la región por lo menos han abandonado la fijación rígida al dólar que fue el origen de la vulnerabilidad en 1997.

Tercero, países como Tailandia, con grandes déficit externos que elevaban su dependencia de la financiación extranjera, ahora presentan superávit. Ese excedente les ha ayudado a acumular reservas en divisas que les sirven de garantía.

Cuarto, los países asiáticos están colaborando para delimitar la región. En el año 2000, a raíz de la crisis, crearon la Iniciativa Chiang Mai, una red regional de créditos y canjes financieros. Y ahora disponen también del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras para regionalizar el suministro de financiación al desarrollo.

Estas iniciativas se pueden entender como una reacción a la desafortunada experiencia de Asia con el FMI. Más fundamentalmente, reflejan la emergencia de China. En 1997, el gigante no tenía claro su papel regional ni apoyaba públicamente el plan japonés de un fondo monetario asiático. Su falta de apoyo acabó decidiendo el destino de la propuesta.

Después, la creciente autoestima de China y su liderazgo han ayudado a encabezar la creación y de entidades y la cooperación regional. Ese cambio, producido frente al trasfondo de veinte años de crecimiento chino robusto, es el cambio de más trascendencia que afecta a Asia desde la crisis.

Pero si la emergencia de China manifiesta cuánto ha cambiado, también nos recuerda lo que sigue siendo igual. China está empeñada en un modelo que prioriza un objetivo de crecimiento y todavía depende de una inversión elevada para alcanzar esa cifra. El gobierno mantiene la provisión de liquidez a los niveles necesarios para que el motor económico continúe en marcha, de un modo peligrosamente reminiscente de lo que hacía Tailandia antes de su crisis.

Puesto que el Gobierno chino relajó las restricciones a los préstamos offshore antes de lo prudente, las empresas chinas con vínculos con el gobierno tienen altos niveles de deuda extranjera. Y sigue habiendo reticencias a dejar que fluctúe la moneda, lo que desalentaría a las empresas chinas de acumular unas obligaciones tan importantes denominadas en moneda extranjera. China se encuentra en el mismo punto que sus vecinos del sureste asiático hace veinte años: igual que ellos, ha sobrepasado su modelo de crecimiento heredado. Sólo nos cabe esperar que los líderes chinos hayan estudiado la crisis asiática. Si no, están condenados a repetirla.

© Project Syndicate.

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