
En estos meses tendremos un debate en caliente: deben o no mandar los jueces y sus decisiones. Algunos políticos se quejarán del poder de los jueces. Argumentarán que el "pueblo", al que dicen representar, es soberano y, en consecuencia, nada puede estar por encima de su voluntad. En Brasil, Lula da Silva, acosado por la judicatura, clama porque el electorado le libere del yugo judicial. Aquí otros indicarán que basta cambiar las leyes por encima de los tribunales. Argumentos todos en base a una pretendida razón democrática.
Pero los jueces hacen lo que hacen en base a leyes democráticas promulgadas legítimamente. Cambiarlas o sustituirlas a mitad del juego es como hacerse trampas en el solitario. Además, los jueces no actúan a capricho, sino porque se han vulnerado las leyes, cuyo cumplimiento los mismos representantes del pueblo les han confiado. Los jueces mandan porque el pueblo les ha dicho que manden.
No se puede cambiar la ley sin un proceso que tiene que respetar la jerarquía establecida por el propio pueblo. Las leyes vigentes se tienen que cumplir. La leyenda del Rey Arturo, que algunos resumen en lances de amor, el Santo Grial o el mago Merlin, trata fundamentalmente del cumplimiento de la ley. Acabado el Imperio Romano y su Lex, lo que queda de la civilización es el cumpliendo la ley, por encima del propio Monarca. Sus Caballeros de la Mesa Redonda la tenían que respetar y cuando no lo hicieron destruyeron lo que quedaba de aquel recuerdo civilizador.
Eso pasa cuando los gobernantes se olvidan de que las votaciones sin derecho, acaban sin derecho y sin democracia. En una democracia, el poder judicial es básico, aunque no tenga elección directa por el pueblo y sea de extracción profesional. Todo para que cumpla la condición de ser independiente de las veleidades momentáneas del poder. Por eso en algunos casos deben mandar los jueces, porque el pueblo ha querido que mande, independiente y legal.