
El presidente Donald Trump, con ayuda de un congreso con mayoría republicana, está comprometiendo muchos valores fundamentales muy defendidos por los americanos. Pone en peligro su acceso a la sanidad con su pretensión de derogar la ley de asistencia asequible de 2010 (Obamacare). Sus presupuestos proponen tremendos recortes en todo, desde la educación infantil a los cupones de alimentos o la investigación médica. Su plan de reforma fiscal y sobre todo un techo mucho más bajo de las rentas de paso, implican una mayor redistribución de los ingresos a los ricos. Recientemente, su decisión infundada de retirarse del acuerdo de París sobre el clima pone en peligro la posición global del país. Peor aún, supone una amenaza para la salud y el bienestar del planeta.
Es un buen momento para recordar que Estados Unidos es un sistema federal, no un estado unitario con un gobierno central todopoderoso (véase Francia). Está recogido en la décima enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que estipula que todos los poderes no adjudicados expresamente al gobierno federal "se reservan a los estados".
Antiguamente, los estados del sur han invocado esos derechos para defender la esclavitud y después casi un siglo de Jim Crow (el marco legal de la segregación racial) contra la interferencia federal, manteniendo así el control de empresarios y granjeros del sur sobre sus plantillas negras. Hace poco, los estados conservadores apelaron a la décima enmienda para oponerse a la legislación progresista y la expansión de los poderes federales en general.
Ahora, la situación se ha invertido. ¿Podrán los estadounidenses que se oponen a la contracción de los programas sociales y la revocación de la legislación federal progresista ejercer los derechos estatales para contrarrestar la tendencia? Pensemos en la política medioambiental. California posee su propia normativa relativamente estricta de emisiones de vehículos. Otros catorce estados han adoptado esas leyes, que por lo tanto abarcan al 40% de la población nacional. Los fabricantes de coches no pueden permitirse producir coches diferentes en cada estado, según la rigurosidad o permisividad de sus normativas sobre emisiones. Por esa razón, California podría perfectamente estar dictando el reglamento de emisiones para todo el país.
Es más, sería posible que California firmase acuerdos climáticos voluntarios con China y otros países, en un esfuerzo por restaurar la cultura de vigilancia y responsabilidad del acuerdo de París. Sin duda, el programa de límites y canje de carbono es el modelo del plan de canje de carbono que estudian actualmente los políticos chinos. Conviene recordar que California es la sexta economía del mundo, un hecho que la convierte en interlocutora de los países con conciencia medioambiental.
A partir de ahí, todo se complica. El Senado del Estado de California acaba de aprobar una ley que creará un plan de sanidad de pagador único sin detallar quién lo va a pagar. Una posibilidad es un impuesto salarial del 15%. Otra es reinvertir dólares de Medicare provistos por el gobierno federal en el plan pero no está claro que ninguno de estos enfoques sea políticamente viable.
Como los residentes de otros estados azules (demócratas), los californianos prefieren claramente gastar más en educación y servicios sociales. El problema es que ya están sujetos a unos impuestos sobre la renta y los negocios de los más altos del país. Diversos grupos, como la asociación de contribuyentes Howard Jarvis, advierten de que más subidas podrían producir un éxodo masivo de empresas y puestos de trabajo.
Dos compañeros de Berkeley, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, han ideado una solución en dos fases al problema. Primero, gravarían los beneficios globales de las empresas a partir de la proporción de sus ventas en California. Segundo, aplicarían un modesto impuesto patrimonial del 1% a los residentes con activos superiores a 20 millones de dólares. Los críticos auguran una fuga de cerebros pero ¿de verdad pensamos que un impuesto del 1% convencería, por ejemplo, al inversor de capital riesgo Peter Thiel a hacer las maletas y marcharse a Nueva Zelanda?
Caben dos escenarios -uno benigno y otro revanchista- de lo que otra colega de Berkeley, Laura Tyson, denomina "federalismo progresista".
En el escenario benigno, las personas se unirán en diferentes estados según sus preferencias por un gobierno mayor o menor, la prestación pública o privada de servicios, y la cooperación internacional o el aislacionismo. El director presupuestario de Trump, Mick Mulvaney, ya lo ha dicho. "Quien quiera vivir en un estado exige la cobertura por maternidad universal, incluidas las mujeres de sesenta años, pues muy bien". Si no, "habrá que idear la manera de cambiar el estado donde uno vive" o cambiar "el órgano legislativo estatal y las leyes del estado", en palabras de Mulvaney. "¿Por qué acudimos al gobierno federal para que arregle los problemas locales?".
En el escenario vengativo, sin embargo, Trump y el congreso podrían tratar de limitar los derechos de los estados progresistas. Podrían prohibir el uso de fondos de Medicare en planes de salud de un solo pagador. Podrían negarse a renovar la renuncia al reglamento de la Agencia de Protección Ambiental que permite a California imponer sus propias normas de emisiones más exigentes. Podrían invocar la cláusula de comercio de la Constitución en un esfuerzo por impedir que los estados firmen acuerdos climáticos con otros países. Podrían eliminar la deducibilidad federal de los impuestos estatales para aumentar el coste de financiación de programas estatales. Podrían reducir el apoyo federal a los servicios públicos en ciudades y estados santuario con políticas abiertas a la inmigración.
Los ciudadanos de Estados Unidos estamos a punto de descubrir en qué país (benigno o vengativo) vivimos.