
La capital francesa fue este domingo el mejor lugar al que la televisión podía llevarnos. O mejor, la ciudad ideal en la que pasar el penúltimo fin de semana de la primavera. No solo porque Rafa Nadal y su raqueta hicieran historia; no solo porque en las legislativas se iba a confirmar la 'revolución Macron', que pone a la República y al Palacio del Elíseo a los pies de este joven, trasunto gabacho de Albert Rivera. París siempre vale la pena. Y ahora ha sido conquistada, ya para siempre, por Rafa.
Hace justo 20 años yo estaba a orillas del Sena aquel domingo 8 de junio y parece que fue ayer. Aquella final de Roland Garros no fue nada divertida: Sergi Bruguera la perdió contra el brasileño Gustavo Kuerten. Había empezado ganando Sergi, pero no hubo manera. Fue un disgusto terrible. Por aquel entonces, Rafa tenía solo 11 años y estábamos menos acostumbrados a vencer y más a sufrir. (Con decir que el vicepresidente del Gobierno era Rodrigo Rato). No estábamos habituados a que la capital francesa se rindiera tan a menudo a los españoles, con permiso de Arancha Sánchez Vicario.
Para hacerle un match point al hambre y ahogar las penas, qué mejor barrio que Montmartre. Entramos en un bistrot llamado Casa Teresa, donde un violinista bohemio cobraba a 50 francos la música y a 12.500 pesetas la botella de vino. Era bueno. Cenamos bien. En bajada hacia Pigalle, paramos a tomar un gin tonic en el bar de un argelino simpatiquísimo que me abrazaba una y otra vez: no sabía que Bruguera había perdido, pero repetía en su francés pied-noir que Capello era el más grande. El italiano acababa de ganar su primera liga con el Madrid de Lorenzo Sanz.