
Estados Unidos es ya, junto a Siria y Nicaragua, uno de los tres únicos países del planeta que se niega a seguir una política común que evite la emisión de gases perjudiciales para la atmósfera. Considera su presidente que su país no debe continuar atendiendo las disposiciones del Acuerdo firmado en París en 2015 para reducir las emisiones contaminantes, porque a su juicio, y suponemos que en coincidencia con los casi 63 millones de ciudadanos que le apoyaron con su voto, pone en desventaja a Estados Unidos respecto al resto de firmantes. Cree que los demás se van de fiesta y que quien paga la factura es Washington.
Trump ha elegido, desde su comparecencia en una tarde soleada en los jardines de la Casa Blanca, una metáfora muy al estilo populista. "Fui elegido en Pittsburgh, no en París". Ha echado mano de la "ciudad del acero", la segunda mayor urbe del estado de Pensilvania después de Filadelfia, para justificar su decisión de retirar a Estados Unidos del acuerdo sacrosanto de París por el que se supone que la Tierra quedará a salvo de la acción corrosiva del ser humano. Ni una cosa ni la otra. Ni se puede huir de los acuerdos adoptados entre todos para mejorar el entorno en el que vivimos, ni se puede pensar que el futuro del universo depende de lo que decidan unos seres minúsculos reunidos en Le Bourget en torno al pomposo epígrafe del COP-21.
Atravesada transversalmente por el río Ohio, Pittsburgh atesora buena parte de los recursos naturales que abastecen a la costa este del país-continente más poderoso del mundo. Las excavaciones en busca de carbón bituminoso en los yacimientos del estado de Pensilvania hunden sus raíces en los tiempos de "Qué verde era mi valle", y su espíritu es el mismo por mucho que el viejo John Ford situara en Gales la odisea de la familia Morgan. Trescientas empresas de Pittsburgh se dedican al acero. Trescientos puentes cruzan el río a la altura de la ciudad, decenas de edificios están forjados con ese acero templado, y se conserva un entorno medioambiental admirable, como ocurre con el resto de un país que mima el entorno natural de manera minuciosa, por mucho que se diga lo contrario a este lado del Atlántico.
Esta es la capital industrial a la que Trump ha situado como epicentro de su lucha contra los usurpadores del mundo entero. A partir de ahora, debemos entender que sus mineros y trabajadores del acero guían en buena medida los pasos del populista y pendenciero presidente norteamericano.
El nacionalismo a ultranza de Donald Trump y su conservadurismo anticompasivo no son únicos en el planeta al que supuestamente quiere dejar de preservar. Hay otros casos en los que esta política de espaldas al consenso han llevado al atraso y la involución a sus ciudadanos y a sus empresas. Pero sí tiene características peculiares que lo hacen único y no comparable con los regímenes no democráticos que han practicado esa introspección y mirada de ombligo que tanto les ha perjudicado.