
¿Hasta dónde se atreverán a llegar los independentistas? En los despachos y restaurantes por los que en Madrid se mueve el poder es la gran pregunta. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió en el referéndum del 9-N, todo indica que en esta ocasión el Gobierno se ha tomado en serio la amenaza.
Si entonces la respuesta al desafío era evitar la confrontación institucional, quitar hierro al asunto calificándolo de bravuconada propia de los que sólo quieren más dinero, ahora parece que todas las herramientas para contestar puntualmente cada golpe están sobre la mesa, disponibles para ser usadas en caso necesario. Incluso el artículo 155 de la Constitución, el que dota de poder a las instituciones para liberar a los ciudadanos del secuestro de un grupo de iluminados. Porque eso es ni más ni menos lo que manda ese precepto, que se cumpla la ley, la única garantía de que se respetan los derechos y libertades de los ciudadanos.
¿Lo usará el Gobierno? Es una opción. Ya no da tanto miedo. Pero primero echarán mano de fiscales, jueces y abogados del Estado, responderán de forma medida, nunca más allá de lo estrictamente necesario. Todo para evitar la célebre imagen del choque de trenes. La duda es qué harán los que se han declarado ya abiertamente en rebeldía. Es posible que el temor a una condena por sedición les fuerce a dar marcha atrás. Es sólo una posibilidad.
La alternativa, avanzar en el callejón sin salida en el que ellos mismos se han metido hasta que un muro les frene. En ambos casos, se darán de bruces con la dura realidad. Tras años haciendo pedagogía de un inexistente "derecho a decidir" en colegios y televisiones, será difícil explicar a los que de buena o mala fe han seguido sus pasos que todo era una farsa, un gran teatro montado sobre egoísmos y vanidades, destinado a tapar vergüenzas propias y ajenas. Será el momento en el que el choque social sea inevitable. Violento incluso. Y a la hora de gestionarlo, eso es lo terriblemente complicado.