
Haría mal el reelegido secretario general del Partido Socialista en prolongar demasiado su visible euforia de la noche del domingo, en la que derrotó al gigante con pies de barro del aparato de su partido. Se equivocaría si considera que lo ocurrido en estas primarias socialistas es un gran triunfo electoral que al fin rompe su ancestral tendencia de perdedor en las urnas, algo que ha sido de forma tan cuestionada como incuestionable. En esta misma tribuna fue definido como "el hombre que convertía las derrotas en victorias" por su habilidad para hacer creer que sus malos resultados en generales, autonómicas y municipales eran grandes oportunidades para que el socialismo volviera a gobernar, o impidiera gobernar al ganador.
Si Pedro Sánchez equivoca la lectura de los resultados como parece probable, pensará que los militantes de su formación política son equivalentes a los votantes españoles, que van a caer rendidos en su rebeldía combativa contra lo establecido. Y caería en un error. Debería mirar al otro lado de los Pirineos y analizar la experiencia del líder socialista francés elegido brillantemente en primarias, que ha sido fulminado en las elecciones y rebasado de forma inapelable por la formación política que hay más a su izquierda. Un escenario que puede repetirse en la izquierda española.
La victoria de Pedro Sánchez augura una mayor distancia del PSOE respecto al gobierno y al primer partido del país, si es que esa distancia no era ya enorme. En los próximos meses será difícil que ambos pacten una tarifa social eléctrica o una subida del salario mínimo común para todas las profesiones de nuestro sistema laboral. Los primeros movimientos del líder electo tendrán que intentar recomponer un grupo parlamentario en el que hay ya enemigos irrerconciliables. Aún así, es indudable que impondrá su criterio en la forma de voto del PSOE en la Cámara, y llevará de nuevo a la vida parlamentaria su visceral rechazo a la derecha española, además de emprender un previsible acercamiento a opciones más radicales.
Lo que ha nacido ayer es un proyecto que ya no tiene nada que ver con el PSOE que conocíamos, que abre una nueva e incierta etapa en la socialdemocracia española. Las voces autorizadas de Guerra, González, Zapatero, Rubalcaba o Bono se diluyen en un mar de militantes que escenifican para este partido lo mismo que escenificaron las mayorías que eligieron a Trump o el Brexit: el hartazgo respecto a las estructuras del poder.
Lo ocurrido en este desnortado partido centenario es el fiel reflejo del mundo nuevo y desconcertante que ha nacido después de una crisis económica y moral de la sociedad occidental. Un mundo distinto a todo lo anterior, que rompe con lo establecido, que considera inválidos e irrisorios todos los logros que las generaciones anteriores han aportado al bien colectivo.
El de nuevo secretario general del segundo partido español considera, de manera cambiante, que este país es una nación de naciones, piensa que Cataluña y el País Vasco son naciones culturales y responde de forma confusa cuando sus adversarios le preguntan si sabe lo que es una nación. Pero sabe tocar la fibra rebelde de estas generaciones rupturistas y eso le ha permitido volver a empezar su aventura en busca del poder.
Análisis aparte merece el fracaso de Susana Díaz, que podría tener consecuencias incluso en la política andaluza. La lideresa de sur ha confundido completamente el valor de sus fuerzas y los momentos que le eran propicios en política: se echó atrás cuando debía dar el paso adelante (2014) y se ha lanzado a la derrota cuando debía haber permanecido a resguardo al otro lado de Despeñaperros.