
En plena crisis de confianza en sus representantes públicos como la que atraviesa España, si hay alguien a quien nadie puede envidiar a estas alturas es a los sindicatos. Ni siquiera los denostados partidos políticos. A media que pasan los años, cada Primero de Mayo es más pobre, más deslucido. Ni el apoyo explícito de Podemos, la tercera fuerza parlamentaria, en plena ofensiva callejera para "vender" su moción de censura, ha logrado evitar en esta ocasión que baje la participación en las manifestaciones del Día del Trabajo.
Y no será porque los españoles no se quejen de que sus condiciones son más precarias que hace casi una década, no será porque no hay más parados que cuando esta terrible crisis comenzó, allá por el 2007. Es porque, gracias precisamente a esta crisis, a los sindicatos se les ha visto el plumero.
Están implicados en casos de corrupción como el que más, se han llenado a manos llenas los bolsillos negociando expedientes de regulación de empleo (ERE) y, lo que es casi peor, los empleados que se han visto de patitas en la calle han podido comprobar que estos que se dicen sus representantes son, en el mejor de los casos, la cara visible de los tienen empleo. En el peor y más habitual, de ellos mismos, sus liberados en el sector público y su cuadrilla menguante de afiliados.
Ya no son lo que eran, lo que debieron ser. No cumplen la función para la que fueron concebidos. Los sindicatos se han convertido un grupo de presión más que, con amenazas de huelgas generales y manifestaciones varias, con cargo a los presupuestos generales del Estado, tratan de acaparar cada año una partida de financiación generosa con el fin de seguir manteniendo poder e influencia.
Será legal, quizá sea legítimo. Pero que no nos digan que nos representan.