
Casi la mitad de los franceses que este fin de semana han acudido a las urnas han votado por formaciones populistas, partidarias de dinamitar el sistema. Podemos mirar hacia otro lado, engañarnos celebrando el previsible triunfo en la segunda vuelta de Macron, el candidato del establishment, pero el riesgo no desaparecerá por más que crucemos los dedos. Conviene estudiar con atención lo que ocurre en el país vecino, porque puede ser sólo un adelanto de lo que esté por venir en España.
El cóctel explosivo conformado entre la crisis y la corrupción ha sido el caldo de cultivo en el que han florecido los extremistas. Y, por si aquí no teníamos ya bastante de ambos ingredientes, el espectáculo de la última semana ha venido a echar el resto: una trama en la que están involucrados políticos, empresarios, medios de comunicación y hasta miembros de la judicatura.
Todo un modelo se desmorona ante nuestros ojos, hipnotizados ante las detenciones e imputaciones que se suceden en la pequeña pantalla. Es un sistema carcomido en el que los voraces partidos, que se han extendido como manchas de aceite sobre todo el tejido social y productivo, necesitan cada vez más fondos para, además de satisfacer vanidades, alimentar un voto cautivo que les permita mantener y acrecentar su estructura y resortes de poder. Así que el que quiere hacer negocios, progresar en su carrera profesional o recibir contratos de la administración pública ya sabe que no le queda otro remedio que pasar por ventanilla para pagar la mordida correspondiente, monetaria o en especie.
Desmontar ese círculo vicioso, que conduce indefectiblemente a la corrupción, es la tarea de los que todavía quedan. Y no tienen mucho tiempo. El escándalo de los últimos días ha dado alas a un Podemos que estaba en horas bajas y que ahora pasea orgulloso su infame autobús con las manos abiertas para recoger sus votos. Y en España, no hay segunda vuelta electoral como en Francia.