
Nuestra baja productividad supone un auténtico punto débil para nuestra economía y no es tanto causa como un síntoma primordial o consecuencia de profundos y enquistados problemas. Y además de persistente es contra-cíclica, por lo que sólo cambios institucionales importantes o en las formas y costumbres de llevar a cabo acuerdos o contratos, realizar negocios y acometer empresas pueden resolver.
No es casualidad, ni un mero ajuste automático, que nuestra productividad crezca cuando se destruye empleo (el período 2008-2012 supone un incremento relativo de la productividad española) y se hunda cuando el empleo crece. Además tal tendencia es un tanto asimétrica: suele ser más ágil y veloz para reducirse que para aumentar.
La economía española no ha permanecido inerte ante la recesión y sus transformaciones y cambios, más allá de los ajustes inmediatos, penurias o reformas en ciertos sectores e instituciones (mercado laboral y sector financiero), han sido sustanciales. Sobre todo en lo relativo a la apertura internacional y la búsqueda de negocio y mercados externos por parte de empresas y trabajadores. Pero aún son muchas las praxis de protección política, intervención administrativa, búsqueda de favores, ayudas o transferencias, así como ausencia de adaptación o falta de aceptación de dosis crecientes de competencia, que una salida vigorosa de la crisis requería.
La productividad aumenta con el incremento de capital, de todo tipo de capital, incluido el denominado capital humano, las mejoras técnicas o tecnológicas y mejoras organizativas (incluida la comunicación y transporte, que también son capital). Dentro de este amplio espectro de factores deben incluirse usos, prácticas, hábitos y costumbres; lo que solemos denominar como cultura, que no siempre lo es. Cuando producimos esas transformaciones se logra que la productividad, el empleo de los factores y nuestra riqueza crezcan todos a la par. ¿Qué nos pasa, entonces?
La dualidad de nuestro mercado laboral explica parte del comportamiento de nuestra productividad, ya que cuando se destruye empleo con motivo de una fuerte recesión, los primeros en salir suelen ser, por sus menores costes de despido, los trabajadores temporales, normalmente menos cualificados (menor capital humano), favoreciendo la productividad de los que permanecen en el mercado. Pero también sucede que con la destrucción de empleo, el capital disponible por trabajador ocupado se eleva, incluida una selección cuantitativa y cualitativa del capital humano en el proceso, y eso permite un incremento en la productividad. Pero ninguno es un ajuste deseable, y mucho menos aceptable, a largo plazo: incluso con tales ajustes, la productividad debería poder crecer a corto y a largo plazo.
He mencionado factores clave, como organización eficiente, libertad de acción, agilidad en acuerdos, cumplimiento de contratos, seguridad y salvaguarda en nuestras actividades cotidianas, e incluso usos, hábitos y costumbres. Si ante un posible impacto que pueda tener la modernización o progreso de nuestras relaciones económicas, y como consecuencia de temores infundados, ponemos barreras y trabas de todo tipo, empezando por las normativas, para que tal proceso no tenga lugar, se desacelere o retarde, estaremos empobreciendo nuestra sociedad, sobre todo de cara al futuro.
Palos, piedras y estorbos que introducimos para salvaguardar particulares nichos de interés, contribuyen a nuestra baja productividad: quiebra de unidad de mercado; normativa y estructura laboral, junto con privilegios en ese marco; sistema autonómico ineficiente, mal desarrollado y que pone impedimentos, con multiplicidad de malas normas (distribución, comercialización, suelo y urbanismo, desarrollo empresarial..); existencia de oligopolios en energía, telecomunicaciones, algunos transportes y determinadas industrias; un gasto público enquistado, incapaz de reducirse y que alimenta unas Administraciones Públicas derrochadoras y entrometidas, produciendo un déficit y deuda estructurales que dañan la capacidad productiva, innovadora y de acción de los agentes económicos (incluida su financiación); y un sistema impositivo con un pésimo diseño, ineficaz y más confiscatorio que recaudatorio.
Todo ello ha sostenido una organización industrial y estructura empresarial muy ineficiente, con un número y peso de las pymes excesivo (99,8%) y de microempresas exagerado (95,8%), así como una mentalidad empresarial muy estática, adaptada a su vez a un sistema formativo y educativo, en general, poco ambicioso y deficiente.