Firmas

A contracorriente: reformas profundas

  • Hay que avanzar hacia una menor presencia gubernamental

Hay reformas que, se pongan como se pongan los distintos grupos de interés o ideológicos afectados, son imprescindibles para que nuestra sociedad prospere económicamente y todas van en la dirección de liberalizar más la economía, es decir, que el Estado, las Administraciones Públicas, levanten sus pies de nuestros cuellos.

Sé que esto de liberalizar la economía, las relaciones de las personas en sus actos corrientes de la vida, sus contratos o acuerdos libres y sin dolo; dejar que los individuos tomen decisiones por sí mismos dentro de marcos contractuales, normas o leyes que a todos afecten por igual; que se respeten y defiendan los derechos de propiedad y las preferencias, deseos o anhelos de todos, también de las minorías; sé que esto de dar mayor papel al mercado, no es popular ni lo establecido. Que se incide, pese y por encima de Coase, en los fallos o imperfecciones del mercado y se insiste en la necesidad de un poder político o administrativo que corrija tales desmanes.

Algunos dirán, desde luego, que decir que no existe tal situación es desfigurar la realidad. Incluso muchos sostienen que el mercado es excesivo y que así nos va. Pero, y dejando a un lado que los fallos e imperfecciones no corresponden al mercado sino que son consustanciales a la naturaleza humana y, por consiguiente, a todas las instituciones, también las políticas, públicas o el estado, ¿realmente éste, el poder político o público, es tan exiguo o está tan mermado y desarmado respecto del mercado?

Allá donde miremos a nuestro alrededor, todas las actividades o sectores están no ya regulados por normas o leyes que impidan posiciones de privilegio o fuerza y defiendan los derechos individuales, sino que suele ser al contrario: se establecen normas, leyes y hasta derechos que otorgan tales posiciones a según qué grupos, personas o ideologías, en función de los intereses o fines de quien ostenta el poder. Eso nos aleja de la democracia liberal y nos aproxima a la oligarquía, si no a la tiranía.

El poder, cuando se tiene u ostenta, se ejerce y por ello debe imponérsele límites: normalmente reglas, normas y leyes u otras instituciones. Si damos a un poder cercano o muy próximo las cosas del día a día, por ejemplo a un Gobierno local o autonómico capacidad de tomar decisiones sobre los impuestos, sin que se establezcan límites muy estrictos, claros y no interpretables sobre cómo puede manejar tal poder e información, así como qué le sucederá en caso de incumplir la ley, lo normal es que ese gobierno lo utilice, junto con la información específica sobre sus ciudadanos, en busca de sus propios objetivos, intereses y beneficio; no en el de ellos, aunque así lo venda.

Amparada en el principio de que los poderes públicos deben promover el progreso económico y social de sus ciudadanos y adoptar medidas en tal sentido, como si las personas no supiésemos o pudiésemos conocer mejor lo que queremos y nos interesa a cada uno de nosotros en cada momento, la intromisión de las administraciones públicas y autoridades, insisto en que no me refiero a la lógica regulación o defensa de derechos individuales y de igualdad ante la ley, se extiende no ya a sectores o actividades con larga tradición intervencionista como la energía, telecomunicaciones, transportes, distribución comercial o relaciones laborales, entre otros, mercados todos en los que operan agentes y empresas privadas, aunque con escasa competencia y libertad dentro de ellos.

Hasta el ocio, el turismo o los seguros están intervenidos por el poder político, tanto en forma de múltiples normas y leyes que nos dicen cómo y en qué podemos o no utilizar nuestro tiempo libre, como siendo el proveedor o administrador, directo o indirecto, de tales servicios.

¿De verdad el sector público está para ofertar y proporcionar ocio, tiempo libre, viajes o seguros, o producir carbón, barcos y transporte aéreo, por no hablar de enseñanza, salud o pensiones? ¿Es más eficiente que el sector privado en tales actividades que no le son propias o, acaso, carece de externalidades negativas, además de otros problemas asociados a la administración del dinero o los recursos ajenos, como la corrupción o perversión de incentivos cuando siempre le es posible mutualizar pérdidas?

Nuestras reformas, guste o no ideológicamente o dañen a ciertos grupos de influencia privilegiados, pasan no por determinados cambios o acomodos en el sistema fiscal o ciertos ajustes en los gastos públicos; no por medidas concretas de adecuación o parches en sanidad, pensiones o educación, que no resolverán los frenos y trabas que sus actuales estructuras o diseños suponen a nuestro crecimiento, sino por transformaciones profundas que reformen el tamaño, pero también los esquemas y estructura del Estado en cualquiera de sus niveles, y siempre hacia menos presencia de lo gubernamental en nuestras vidas.

Sé que tras una fuerte crisis las vísceras y hasta la lógica más inmediata nos piden lo contrario: protección e intervencionismo; incluso como impulso de restitución de lo perdido bajo un particular prisma de justicia. Pero ello es exactamente la fuente y razón de los populismos en todo el mundo.

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