
Circula por Internet un vídeo de un programa que se emitió hace cosa de un año en la televisión de EEUU, en el que un grupo de periodistas especula con la posibilidad de que Donald Trump se convirtiese en el candidato del Partido Republicano a las elecciones presidenciales. Después de soltar un rosario de descalificaciones más o menos grotescas y de mofas hacia un personaje tan esperpéntico como es el magnate americano, sólo uno de ellos, una mujer, advierte que puede alzarse con la nominación de la formación conservadora. A su juicio, tiene opciones reales para lograrlo. Su análisis provoca una carcajada general en el plató, que hace innecesaria cualquier respuesta razonada.
Es fácil hablar a posteriori, pero, por lo que se ve, no andaba tan desencaminada. Donald Trump es un tipo zafio y vulgar, pero ganó la candidatura republicana. No muestra respeto alguno por la prensa o los derechos civiles, pero ganó las elecciones. Fueron los tertulianos, comentaristas y analistas políticos los que perdieron su apuesta. Quizá porque, confundiendo sus propios deseos con la realidad, obviaron su deber para con los espectadores, los ciudadanos. Son muchas las causas que pueden explicar el auge del populismo: un severo empobrecimiento de las clases medias profesionales y trabajadoras, la corrupción de políticos, adinerados y arribistas o la creciente sensación de inseguridad y desesperanza de amplias capas de la población, entre muchas otras. Pero también los periodistas, la programación política convertida en espectáculo, carente por completo de rigor, tiene su cuota de culpa.
Tipos populistas y extremistas, de izquierdas o de derechas, como Donald Trump, Le Pen o Pablo Iglesias no serían nadie, fuera de su más estrecho círculo, si no hubieran contado con el favor de los medios de comunicación.