
La Biblia, el Corán, La riqueza de las naciones de Adam Smith, El Manifiesto comunista de Marx y Engels, por un lado y la Revolución de las órbitas celestes de Copérnico, y la Teoría de la relatividad de Einstein, por otro, son hitos en la conformación de cosmovisiones decisivas en la Historia Universal y de avances inconmensurable en el conocimiento científico.
El próximo día 10 se cumplirán los 68 años de la aprobación de la Declaración de Derechos Humanos de la ONU. Este compromiso que suscriben hoy la práctica totalidad de los Estados del planeta y que, a través de los Pactos de 1966, se ha transformado en compromiso jurídicamente vinculante para todos ellos es un momento histórico que debería añadirse a los hitos anteriormente citados.
Y hago esta afirmación en función de dos considerandos. La Declaración culmina un largo proceso histórico de anhelos, búsquedas y propuestas tendentes a fijar como convenio universal, la dignidad intrínseca del ser humano y su consecuente reconocimiento en derechos y deberes por parte de los poderes públicos.
Es el corolario de un proceso que, con altibajos y retrocesos, ha ido desarrollando la centralidad del ser humano en la cosmovisión política, jurídica, económica y social. Pero, además, la Declaración de 1948 es una hoja de ruta para desarrollar una estrategia de cambio a través de las medidas concretas, claras e inequívocas que se contienen en el preámbulo de la misma y en los 30 artículos que la desarrollan.
¿Alguien puede negar u oponerse públicamente a compartir con los demás lo que el documento reconoce y defiende? Creo que quienes se reclaman partidarios del cambio en el sentido de otorgar primacía a las necesidades, derechos y deberes de los seres humanos como tales y como ciudadanos, tienen ante sí la hoja de ruta perfecta que les permite adecuar fines y medios sin aceptar apriorismos filosóficos, económicos o políticos que la hacen imposible.