
Los últimos meses han sido adversos para las operaciones puestas en marcha por Telefónica para contribuir a reducir su deuda. Así, en vísperas del Brexit, una Comisión Europea temerosa de levantar suspicacias truncó la venta de O2, la filial británica de la multinacional española, a la china Hutchison.
En este mismo mes, la salida a bolsa de Telxius, la división de infraestructuras, se frustró por los recelos que despertaba entre los inversores su negocio de cables submarinos. El problema de su alto pasivo sigue, por tanto, plenamente vigente para Telefónica y puede sorprender que la teleco planee, precisamente ahora, embarcarse en las subastas de frecuencias que se abren en ocho países latinoamericanos.
No en vano es bien conocido que la adquisición de nuevo espectro electromagnético es una de las operaciones más costosas a las que se enfrenta cualquier operador. De hecho, las inversiones que Telefónica destinó a este fin, en el pasado semestre, fueron 100 veces inferiores a las propias del mismo periodo de 2015. Ahora bien, limitar indefinidamente la compra de frecuencias, es impensable para una teleco, pues se privaría así de desarrollar nuevos servicios móviles o de hacer frente al aumento del tráfico de datos en las redes.
A ello, se suma los intereses específicos que tiene en algunos de los países que abren concurso. Por ejemplo, México emprende la apertura de una gran red de mayoristas de carácter público de la que Telefónica no puede quedar fuera, si quiere que el país azteca siga siendo uno de sus mercados estratégicos. Hay, en suma, razones de peso para que la empresa acometa estas inversiones, aunque es urgente que no descuide la necesidad de complementarlas con pasos para reducir el gran lastre que aún supone su deuda.