Son la crema y nata, la aristocracia de la empresa española. Tienen muchos planes en mente: más de la mitad espera elevar sus ventas el año que viene y, con la vista puesta en tres años, son aún mas optimistas.
En ese medio plazo, esperan contratar a más trabajadores y la gran mayoría está dispuesta a invertir. Por si había alguna duda, ayer, en La Coruña, los responsables y dueños de las empresas familiares españolas dejaron clara una vez más su intención de seguir creciendo, a pesar de que son conscientes de que están obligados a hacerlo en un entorno complicado.
Dieron un aprobado raspado a la situación de la economía, pero más llamativo fue el suspenso de libro que se llevaron nuestros políticos, un Muy Deficiente, la peor nota desde la terrible recesión de 2010 y 2011. Se veía venir. Su presidente pidió certidumbres, no sólo desde el punto de vista político, sino también jurídico e institucional. Y sin embargo, la vida pública no podría ser más incierta. Aún habiendo gobierno, que está por ver, esta será una legislatura no apta para los aquejados de dolencias cardíacas.
La empresarios reclaman una posición fuerte de España en Europa para negociar nuestro futuro en la nueva Unión tras el abandono del Reino Unido. Y a Bruselas solo vamos a tratar de evitar que nos pongan multas. Solo al Rey aplaudieron los empresarios. Quizá a ambos les une el mismo hilo invisible: su principal misión -así lo dijeron- es engrandecer el legado que recibirá la próxima generación-.
Un proyecto de vida frente a las miserias de un puñado de profesionales que, en el mejor de los casos, cuentan con solo cuatro años para ganarse el puesto en la próxima legislatura. Ellos, su empresa en el más amplio sentido de la palabra, permanecen, los gobiernos pasaran.
Solo unos cuantos de los que pasaron por Moncloa acabarán entrando en los libros de historia. Bajo los retratos de otros muchos, alguien quizá acabe escribiendo, como en el Cantar del Cid: "¡Qué buenos vasallos, si hubiera buen señor!"
