
El Debate de Investidura y la campaña mediática han arrojado un dilema trucado, pero con aparente enjundia. ¿Qué es más importante, impedir la continuidad de un Gobierno marcado por la corrupción y la mentira o, por el contrario, acabar con un periodo de interinidad gubernamental accediendo a que gobierne Rajoy?
Obviamente, se afirma, que esta segunda opción es en nombre de los "supremos intereses de los españoles". Expuesta así la cuestión, pareciera que estamos ante la concreción de la ocasional disyuntiva de Weber entre la Ética de las Convicciones y la Ética de la Responsabilidad. En ese sentido, la oposición a la investidura de Rajoy estaría aplicando con excesivo rigor el principio de priorizar la salubridad de la vida política en detrimento de las imperiosas necesidades de la realidad nacional.
Lo que ocurre es que el auténtico dilema no es el anteriormente expuesto sino la opción entre el continuismo de una acción política reprobable a la luz de la experiencia vivida o el mantenimiento de la misma. Porque al hablar de la gobernabilidad y de la necesidad de que haya un Ejecutivo que acometa los retos de esta hora, velamos de manera interesada que estamos proponiendo la continuidad de un fracaso a la luz de muchos artículos de la Constitución de 1978 y de la moral y éticas públicas. Los partidarios de que Rajoy gobierne a toda costa suelen invocar los resultados electorales haciendo hincapié en que el PP "ha ganado las elecciones".
Si así fuera esa afirmación, estarían sobrando por evidentemente inútiles, una serie de artículos de la citada Constitución que fijan unas condiciones y unos procesos consistentes en que las mayorías y minorías se solventan en el Congreso. La continuidad de Rajoy significaría sobreseer políticamente la corrupción, las políticas sociales contra la mayoría y el uso inmoderado y partidista de los mecanismos del Estado. Y es que colocar a la ciudadanía ante el dilema "yo o el caos" es obviar que nunca se puede poner al zorro cuidando a las gallinas.