
Después del 26 de junio, todos los partidos perdedores se han mostrado dispuestos a ejercer de oposición. Una oposición sin Gobierno, pues, por el momento, ninguno está dispuesto a echar una mano para que el partido ganador pueda formarlo. "No al PP y no a unas terceras elecciones", pregonan los seguidores de Sánchez, sin caer en la cuenta de que ambas negativas son incompatibles.
Pero más allá de estos juegos de enanos mentales, la UE y con ella los países miembros sí tienen un problema democrático de mayor cuantía, pues la mera existencia de la UE rebaja enormemente el papel de la oposición.
Se nos concede el derecho a participar a nivel europeo, y a estar representados en Europa, aunque a veces resulte difícil determinar cuándo y cómo funciona este vínculo representativo, es decir, el Parlamento Europeo; pero no se nos concede el derecho a organizar la oposición en el seno del sistema europeo. Y cuando no hay oposición se corre un doble riesgo: la sumisión y la aparición de una oposición contra el sistema.
Cada vez resulta más difícil separar lo que es europeo de lo que es nacional. A medida que avanza la integración europea, cuesta más imaginar a los estados miembro a un lado de una supuesta división, con una Unión supranacional al otro. Por el contrario, normalmente los vemos juntos y al mismo tiempo.
Ya en 1965 el tratadista Robert Dahl lo había puesto por escrito: "Entre las posibles fuentes de desafección en las democracias occidentales que pueden generar nuevas formas de oposición estructural está el nuevo Leviatán democrático mismo. Con Leviatán democrático me refiero al tipo de sistema político que es producto de una larga evolución y duras luchas, orientado al bienestar, centralizado, burocrático, moderado y controlado por la competencia entre élites muy organizadas y, desde la perspectiva del ciudadano común, un tanto remoto, distante e impersonal". Al perder la oposición perdemos la voz, y con ella el control de nuestros propios sistemas políticos.