En broma o de veras, todos hemos practicado alguna vez el juego del gallina. Bien porque lo hemos buscado, bien porque nos han metido en él de cabeza. La definición teórica del juego es sencilla: se enfrentan dos o más contendientes, con posturas encontradas o incluso antagónicas, y pierde el que, ante el riesgo que conlleva la falta de acuerdo, se asusta antes y cede su posición.
Es un clásico de la estrategia política o la negociación empresarial y el presidente en funciones es un consumado maestro en esas lides. Ya lo practicó, con éxito, en el año 2012. Europa entera, las empresas o las agencias de calificación le pedían a gritos, en salones cerrados o en titulares de prensa, que solicitara el rescate del país.
Mariano Rajoy sabía lo que eso significaba: la pérdida de soberanía, el brutal empobrecimiento de los ciudadanos y, para él, no sólo la salida del Gobierno, sino también un borrón en su carrera que quedaría glosado en los libros de Historia. El peligro para España era obvio: la prima de riesgo marcaba récords, financiarse en los mercados con un déficit que rozaba los dos dígitos costaba un potosí, las empresas no encontraban quien les fiara.
Pero él aguantó el tirón, porque sabía que el rescate de España significaba también la ruptura de la zona euro. Y eso ya era cosa de todos. Fue Bruselas quien se achantó. Rajoy convirtió el rescate de la nación en un salvamento del sector financiero, que le permitió taponar la gran vía de agua de la economía, mandar un claro mensaje a los mercados y, aunque tuvo que aceptar condiciones, eran más que digeribles.
Hoy, el candidato del PP ha decidido jugar de nuevo al gallina. Él tiene mucho que perder: el Gobierno. Su adversario, Pedro Sánchez, se juega su futuro y el de su partido. El del PSOE puede ser cosa de otros más temprano que tarde, pero en lo que toca a lo personal, poco tiene que perder. ¿Le habrá salido al presidente en funciones un adversario digno? Entretanto, el país se va paralizando. La factura del juego del gallina la pagamos esta vez nosotros.
