
El Brexit, además de ser un auténtico disparate por parte de Cameron, sólo entendible porque nunca creyó que lograría mayoría absoluta y, en un nuevo Gobierno de coalición con los liberaldemócratas, éstos frenarían cualquier intento de materializar su promesa de referéndum -Ramón Pérez Maura dixit-, es también una expresión, un ejemplo más, de ese populismo, esa radicalización, que va más allá de la política profesional y que apoyan o compran las personas, los votantes.
Pocos, sin embargo, han señalado la relación existente entre el descontento generalizado, surgido de la crisis económica, y que ha tomado expresión, como también sucedió a principios del siglo XX, en populismos de muy diverso cariz e índole -aunque todos contrarios a la libertad- y la extensión y aplicación sin límites del Estado del Bienestar, así denominado para ocultar, con palabras gratas, lo que en realidad es y supone más gasto público, más intromisión del poder estatal o administrativo en nuestras vidas y decisiones, más cesiones o minoración de nuestros derechos, los de verdad, y crecientes pérdidas de libertad para cada persona.
Cabe aquí no confundir lo que -gracias al libre mercado- hemos logrado a lo largo de la historia, sobre la base del crecimiento económico y el aumento y expansión de la riqueza a prácticamente todas las personas, en forma de extensión del acceso a bienes y servicios como la sanidad, educación, coberturas ante riesgos y contingencias o el ocio de todo tipo (incluyo la jubilación), digo, no hay que confundir esos logros evidentes y difíciles de sustraer a las personas una vez alcanzados, con lo que se ha convertido actualmente nuestro denominado Estado de Bienestar: un sistema de transferencias de rentas, ayudas redundantes, compras de votos, nepotismo, corrupción y, lo que es peor, donde grupos o sectores de la sociedad avanzan a costa de otros en lugar de facilitar sociedades en las que las personas salgan adelante mediante sus propias ideas, trabajo, esfuerzo, ingenio o iniciativa.
La extensión a cotas y doctrinas exageradas del papel de lo político, del Estado, en nuestras vidas supone que ciertos grupos de ciudadanos, en sus roles de empresarios, trabajadores, consumidores, votantes, etc., utilizan -de forma incentivada- al Estado para obtener rentas extraordinarias, no gracias a su oferta de bienes o servicios que beneficien al resto de la sociedad, sino mediante la rapacidad que faculta al poder, al gobernante, para quitar a unos y dárselo a otros. Aquí es clave el retorcimiento que se hace de la ley, surgida para proteger los derechos de todos por igual (de lo que se deriva la igualdad de cada uno ante la ley, no mediante la ley) y no para permitir las violaciones de tales derechos por parte del poder, empezando por el propio Estado.
Quienes defienden una creciente socialización o, en plan cursi, la mutualización de nuestras vidas, planes, deseos, decisiones, esfuerzos o rendimientos creen que hay que ir a más Estado de Bienestar y construir un país o una Europa ?social?, dicen, sobre más burocracia, intromisión y falsos derechos sociales o colectivos (anulación de los derechos de las personas), más presencia política, más burocracia y más centralización de las autoridades, ahora asentados en Bruselas. Y eso está torciendo los incentivos.
No sé si muchas, pero sí demasiadas personas en Europa se buscan la vida y progresar no mediante su habilidad, esfuerzo e iniciativa, como era usanza habitual, sino mediante una mezcla de lo anterior -que puede llegar a ser casi nulo- y las ayudas o prestaciones (benefits) de las Administraciones, que se sustraen del progreso y mejora de quienes sí trabajan y se esfuerzan. No sólo los británicos se quejan de que mucha gente, nativa o foránea, utiliza esos benefits para trabajar y aplicarse menos, en lugar de esforzarse como hacen ellos viendo cómo se frenan sus planes, previsiones y futuro.
Sin duda, ha habido británicos que votaron la salida de la UE con información deformada o incompleta, cuando no con engaños populistas; pero esa es también su responsabilidad.
Bien hayan sido impulsados por un espíritu nacionalista, proteccionista o contrario a la inmigración, cuando no xenófobo; bien impulsados por su recelo a la burocracia europea, a un creciente intervencionismo y un Estado de Bienestar que se extiende por doquier y de forma universal, sin reparar en la viabilidad, no sólo económica, de tal demagogia (por cierto, como la justicia universal, nada que ver con derechos fundamentales de los seres humanos) o bien sea por su reprobación a perder soberanía y capacidad de organizarse como sociedad con sus propias leyes, que además nacen de otra tradición (la del common law), lo cierto es que una perversa concepción del Estado de Bienestar, que se extiende sobre la base del populismo, la demagogia y las mentiras (como que cada vez hay más pobres) o las medias verdades (la desigualdad) está haciendo crecer el descontento y el desconcierto de una población machacada por la crisis, de la que las autoridades tienen la mayor parte de responsabilidad.