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Europa, año 2030

  • ¿Quién manda? Lo llaman supresión democrática, es un tiro en la cabeza

A finales de 2016, la situación era irreversible. Durante 2017, Internet y las redes sociales transformaron la participación política en puro consumo. Las antiguas ideologías, el voto y el concepto de democracia fueron reformulados. Hacia 2020, los programas de los partidos, las opiniones y las decisiones políticas se jibarizaron para caber en un tuit. Esa fue la década en la que los ciudadanos, pulsando una tecla, tomaron las decisiones que antes tomaban el Parlamento y el Gobierno. Y la política pasó de ser una actividad pública a ser una forma de consumo personal.

Los antecedentes venían de unos años atrás. Tsipras y el Grexit, Cameron y el Brexit, aparentaron ser un ejercicio de democracia pura. Pero permitieron a los políticos británicos, griegos y europeos eludir sus responsabilidades. Las consecuencias de las decisiones fueron entonces responsabilidad del pueblo que, sin embargo, había votado a sus representantes. La imagen de Pilatos consultando al pueblo en medio de su incompetencia política para resolver un asunto que no sabía resolver emergía cada día en Europa, y la democracia representativa cayó en desuso y se convirtió en el antiguo régimen.

En España, las bases del PSOE votaron por Internet la política de coaliciones del partido; Podemos consultó por Internet la aprobación de pactos; Izquierda Unida preguntó a sus militantes si deseaban una coalición. Y durante mucho tiempo en Cataluña el problema no fue otro más que trasladar a una porción de votantes la decisión sobre la forma del país entero. Los políticos eludían así su propia responsabilidad para hacer política. Y desde luego, jamás volvieron a equivocarse. El pueblo tampoco, por definición. Así que todo empezó por fin a ser perfecto, puro, directo, asambleario, rabiosamente democrático.

Hoy, en 2030, un ciudadano dedica unas cuatro horas diarias a tomar decisiones políticas por Internet: asfaltar o no una calle, usar o no energía nuclear, estar o no en la OTAN, en la Unión Europea, en la ONU, declarar o no la guerra, dar el Premio Nobel. Ya no hay matices y siempre es sí o no. La sociedad de consumo ha incluido la política entre los productos a la venta. Grandes y pequeñas empresas preparan productos políticos, paquetes ideológicos para su consumo inmediato.

Marcas de prestigio, marcas blancas, marcas clandestinas, imitaciones, pueden comprarse votando en Internet y llamando a los programas de televisión para opinar sobre los refugiados, sobre la pena de muerte y sobre si es bueno llevar bigote. Todos llevamos un kit de referéndum cuando salimos a la calle y un smartphone para encuestas urgentes. Hay en muchos lugares de la ciudad cabinas de voto permanente sobre la canción del verano, quién debe ganar el Goya, la eutanasia, el calendario de vacunas, cuánto debe cotizar un agricultor y si existe el ratoncito Pérez.

Hoy, en 2030, los jueces someten sus sentencias a consulta popular, los médicos diagnostican por mayoría de votos en sus páginas web y los presupuestos generales del Estado se deciden en Twitter. Ahora ya ni siquiera se sabe quién manda y la democracia representativa real es solo un recuerdo. Le Pen consiguió la presidencia de Francia, Trump ganó las elecciones en EEUU y el ISIS ganó el festival de Eurovisión.

Los europeos estamos convocados a votar si queremos que se vuelvan a editar libros. Una encuesta en Facebook da una mayoría en contra. Pasó lo mismo con los periódicos. Se suprimieron por votación popular directa hace diez años. Ahora, nosotros mismos decidimos por mayoría qué es y qué no es noticia y cómo deben darse a la población. Nosotros mismos votábamos incluso los resultados de los partidos de fútbol hasta que se suprimió el deporte. Todo es ya por fin poder popular. Todo es voto directo. Todo es pueblo.

Tengo que dejar de escribir. Unos soldados me buscan. Se ha votado, democráticamente, que el autor de este artículo ya no escriba más. Nada más, en absoluto. Lo llaman supresión democrática. Pero es un tiro en la cabeza.

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