
La vida es un continuo aprendizaje, de cualquier experiencia podemos extraer lecciones que nos ayuden a afrontar el futuro, si no con garantías de éxito, sí con más elementos de juicio. El que ha estudiado en una escuela de negocios sabe que esa es la esencia de sus métodos de enseñanza.
Obviamente, no se centran en las pequeñas minucias individuales que, aunque a título personal puedan ser determinantes, a nivel colectivo pasan sin pena ni gloria. Su foco se cierra sobre los grandes hombres y proyectos, en historias de éxito y sonoros fracasos. Uno de esos casos que entrará probablemente en las aulas será el de la última final de la Champions.
Dos equipos, el Atleti y el Madrid, que se juegan una temporada en 90 minutos. ¿Estaba determinado el desenlace del partido antes de que empezara a rodar el balón? Los rojiblancos se plantaron en Milán tras una temporada brillante, con ganas de ganar, sintiéndose deudores de una victoria que siempre se les ha escapado de las manos. Reclamaban para sí el triunfo como si se enfrentaran a una suerte de justicia divina que, en esta ocasión, estaba obligada a sonreírles. Partían como favoritos.
Quizá los de Zidane lo sabían. O no. Desde el Olimpo, las cosas suelen observarse de forma bien distinta a como las ven el resto de los mortales. Respaldados por una historia jalonada de triunfos, los de Chamartín desembarcaron en San Siro rotos físicamente, pero con la fortaleza moral de sentirse un eslabón más de la tradición, la de los más grandes.
Hay que tener mentalidad de campeón para saber afrontar la presión psicológica de una final. En los momentos decisivos, la experiencia es un grado. Y es que es ese recorrido vital el que te otorga la confianza necesaria para encarar de algún modo los grandes desafíos. A veces, la determinación con la que nos plantamos ante las encrucijadas que nos plantea la vida, marca desde el primer paso el desenlace. ¿Aplicamos el caso a nuestros políticos?