
Hace unos días Juan Rosell, presidente de la CEOE, hizo dos afirmaciones que tienen la virtud de retratar una filosofía empresarial propia de la Inglaterra que Dickens (1812-1870) describiera en su obra Oliver Twist. Sostiene Rosell que el trabajo fijo y seguro es propio del siglo XIX, y que se imponen reformas laborales de las que duelen, pero curan.
Son de agradecer, por clarificadoras y ausentes de eufemismos, unas declaraciones que evidencian en su ferocidad la insoslayable lucha de clases. Pero más allá de esto, debemos lamentar dos gravísimas lagunas.
La primera es el absoluto y supino desconocimiento histórico. El empleo fijo y el derecho al trabajo fueron reivindicaciones de la clase obrera que recogieron varias constituciones del primer tercio del siglo XX: la mexicana de 1917, la alemana de Weimar de 1919 y las soviéticas de 1924 y 1936. Es precisamente Juan Rosell quien pretende volver a situaciones laborales del siglo XIX. Y a mayor abundamiento, las medidas curativas pero dolorosas ¿a quiénes van a doler? ¿En beneficio de qué y de quién? ¿Qué es lo que se pretende curar?
En fin, todo un curso de escamoteo de la realidad y de lenguaje torticero. La segunda laguna, por no decir disparate, es aún más inquietante, porque cuestiona el pilar en el que se fundamenta el Estado de Derecho que seguramente Rosell invocará con frecuencia: la solemne Declaración de DDHH, los pactos vinculantes de 1966 emanados de ella y la Constitución española de 1978.
El derecho al trabajo, y además fijo y con retribuciones adecuadas, es la frontera que separa a la barbarie economicista del máximo representante de la patronal de los cimientos filosóficos, éticos y políticos que teóricamente conforman la denominada civilización occidental. El hecho cierto, y sus palabras lo confirman, es que se ha llegado a un límite en el que hay que optar sin dilación entre DDHH y capitalismo globalizado. Ambos conceptos son, en la práctica, totalmente antitéticos.