
Uno de los mantras más recurrentes del discurso oficial es apelar al ideal europeo como un proyecto al que no debemos renunciar. El caso es que el llamado ideal europeo no existe como corpus político, o ni siquiera como texto fundacional de lo que empezó a denominarse CEE en los Tratados de Roma de 1957. Para los españoles que vivimos en la dictadura, el ideal europeo era simplemente buscar la orteguiana solución para una España sin libertades.
Felipe González, en la firma de la adhesión al Mercado Común Europeo, aludió al horizonte de libertad, democracia y progreso. Y con posterioridad tutti quanti han intentado convencernos de las bondades de cada tratado firmado o de cada medida dolorosa en aras del progreso, escudadas en el ideal europeo. El caso es que el proyecto europeo de Víctor Hugo y sus Estados Unidos de Europa, ha desembocado en la UE que perpetra la expulsión ilegal de los refugiados a Turquía.
Ha devenido en una invocación ritual, en una fórmula para santificar y justificar las necesidades del capital y sus procesos de concentración e internacionalización. Para España ha significado la pérdida de soberanía y, además, la destrucción de tejido productivo. ¿Eran conscientes los llamados padres de Europa que ésta iba a mutar en un exclusivo centro de poder económico y financiero bajo la hegemonía de Alemania? ¿Intuyeron los firmantes de la Carta Social Europea de 1961 la imposición de las políticas mal llamadas de austeridad?
¿Adivinaron los diputados que votaron a Maastricht que en realidad estaban dando un cheque en blanco para la pérdida de soberanía? La expresión ideal europeo ha devenido en un adorno semántico, bien para edulcorar una felonía de carácter social o bien como elucubración verbalista para escribir editoriales o realizar intervenciones parlamentarias propias de los juegos florales. En resumen, palabras, palabras, palabras. Y así hasta que los pueblos europeos decidan construir otra Europa distinta a esta UE.