
"Feliz Navidad, España", nos deseó The Economist desde un titular dos días antes del 20-D. Los resultados de las elecciones generales de aquel día fueron especialmente inciertos. De modo que dejamos de auspiciar un Feliz 2016, España y temimos el poder degradante del fuego lento de la política. Empezó a contar el plazo para investir presidente del Gobierno de España, y se acercaba el término para investir presidente del Gobierno de la Generalitat.
Tanto en el caso regional de Cataluña como en el general de España, la repetición de las elecciones parecía el escenario más probable. Mostrando su verdadera calidad, la política separatista se exprimió desde el ridículo hasta la vergüenza... y al fin ha aventado como presidente a un talibán friki. Éste asevera a sus fieles y a sus enemigos que cumplirá el programa de independencia que la mayoría radical-separatista del Parlamento catalán fijó el 9-N y que el Tribunal Constitucional suspendió el 11-N y anuló por unanimidad el 18-N, con advertencia de las consecuencias penales de su realización.
En este otoño, careciendo de asiento legal alguno y de mayoría en votos o en escaños, el independentismo tuvo la oportunidad de dar un paso atrás. De hecho, en estos tres meses surrealistas volvió varias casillas atrás en su particular juego separatista y empezó a sustituir "independencia y desconexión" por "derecho a decidir y proceso constituyente". Pero al final, invistiendo nuevo presidente, los separatistas y los antisistema se han decantado por dar otra cornada a España, a los derechos de los catalanes y a la vida política, social y económica.
De modo que entramos en la fase de liquidación del independentismo. Si la democracia española desea vencer al separatismo deberá formar un Gobierno de gran coalición para proceder a aplicar la Constitución y las leyes penales a los golpistas separatistas, parapetados tras el Ejecutivo de la Generalitat.
En lugar de una degradación paulatina de la política española, con muchas palabras y muchas elecciones, con desgobierno e ilegalidad, al estilo de lo que ocurre en Cataluña desde hace lustros, ahora España se enfrenta, pues, a un reto más inminente. Del fuego lento de la política pasamos al estallido de la rebelión, del trabajo de zapa al asalto.
En punto a la política y a la vida social, los efectos de todo ello son devastadores. En punto a la economía, la incertidumbre y la inestabilidad tienen un precio: el PIB español de 2016 será un 1% inferior al que le correspondería en una situación de estabilidad política y el PIB catalán está un 3% por debajo del que le correspondería sin desafío separatista.
Para evitar la degradación política, social y económica, para evitar ser una democracia fallida, para evitar ser un Estado fallido, España requiere un Gobierno de gran coalición que resuelva los retos acuciantes de su sistema político, social y territorial. Para fijar ideas, puede decirse en términos poético-climáticos: tras un otoño con mucha energía política, un invierno de apariencia templada, y para evitar un verano muy tórrido, España necesita la primavera democrática de un Gobierno de coalición.