Hace tiempo que Rifkin escribió su best seller: El fin del trabajo (1995). Su tesis es sencilla: en los primeros 75 años del siglo XX sustituimos mano de obra agraria e industrial por máquinas (robots incluidos); de manera que con mucha menos gente podemos alimentar el mundo (salvo problemas de distribución) y dotarle de productos (ropa, cachivaches,...).
En el resto de ese siglo y lo que va del XXI haremos lo mismo con el trabajo de cuello blanco cambiando personas por ordenadores. Consecuencia: no habrá trabajo para las nuevas generaciones. Se convertirá en un bien escaso ¿Qué van a hacer las personas? ¿Vagar, ocio,?...
Por eso algunos políticos, ante la campaña electoral, hablan de la renta mínima: todo ciudadano, por serlo, tendrá derecho a una cantidad de dinero facilitada por el Estado. Para ello, los pocos afortunados que tengan un puesto remunerado tendrán que aportar gran parte de sus ingresos a través de impuestos. El problema es que entonces el incentivo para trabajar será negativo; dejarán de hacerlo; disminuirán los impuestos públicos; se reducirá el valor real de la renta mínima y la miseria será la característica de ese nuevo Estado del Malestar.
Sostener el proceso será imposible. ¿Qué hacer?: preparar a las personas para el tipo de trabajo que nunca será sustituido por computadoras: el que usa la imaginación y el que se desarrolla dando cariño a las personas (los dos crean valor humano). No hay otra alternativa. Para eso el sistema educativo debe avanzar a toda velocidad dotando a las nuevas generaciones de esas competencias; es la única forma de mantener el Estado del Bienestar.
De ahí que sea tan importante que en la nueva legislatura, después del 20-D, haya un pacto por la educación con visión de futuro, inteligencia y sabiduría; sea cual sea el resultado electoral. En caso contrario nos espera la miseria económica y humana, porque sin trabajo tampoco hay dignidad.