
En los próximos días, se sucederán en los medios las imágenes de los bombardeos sobre Irak y Siria. Francia, Reino Unido y Rusia -curiosa alianza, dicho sea de paso- parecen por fin decididas a acabar con el monstruo que amenaza nuestra civilización. Es necesario. Pero, si nos quedamos sólo ahí, será insuficiente. Tenemos ya, por desgracia, experiencia para saber que el monstruo vive también entre nosotros, en el corazón de Europa.
¿Por qué personas que han nacido aquí, en Europa, que se han educado en nuestros colegios, a los que atienden en nuestros hospitales, que tienen ante sí todo el abanico de derechos y oportunidades propio de las sociedades occidentales deciden un día echar todo por la borda, colocarse un chaleco o un cinturón de explosivos y volarse por los aires acabando con la vida de todo el que se cruza en su camino?
En los últimos días, he leído todo lo que ha caído en mis manos para tratar de encontrar los porqués y sigo sin encontrarlos. ¿Por qué? No son pobres excluidos y marginados que malviven como pueden, como nos han contado hasta ahora haciéndonos sentir culpables. Por lo que sabemos de sus historias personales, gozaban de un nivel de vida, si no acomodado, sí mucho más aceptable que el de otros que no tienen más esperanza que la ayuda de Cáritas o Cruz Roja para poder dar de comer a sus hijos.
¿Por qué, entonces? Sólo despejando esa gran incógnita, encontraremos la llave que permita desactivar el mecanismo por el que personas aparentemente normales, nuestros propios vecinos, se convierten de la noche a la mañana en asesinos que viajan a Oriente para entrenarse y regresan empuñando un arma. Suena terrible, pero, entretanto, tendremos que aprender a vivir con la amenaza de saber que hay seres humanos, verdaderas bombas de relojería, que pueden estallar en cualquier momento en la casa de al lado.