
El panorama de corrupción generalizada que tiene como protagonistas desde hace décadas a fuerzas políticas, cargos públicos, personalidades de la vida pública y empresarios conexos con todos ellos, genera en una parte de la opinión pública y también de la publicada, un estado de opinión que con notable ligereza sentencia que Ética y Política son conceptos antitéticos, excluyentes entre sí.
A poco que leamos algo sobre la Grecia clásica, encontraremos que en ella la Filosofía se dividía en tres grandes saberes: la Física, la Lógica y la Ética. Y como parte integrante de esta última aparecía la Política. Es decir Ética y Política son consustanciales e inseparables. ¿Qué ocurre pues para que esta lacra no acabe nunca?
El hombre o la mujer que acceden a un cargo público y militan en una organización política no son diferentes del resto de ciudadanos que les votan; es más, proceden de la misma base social que les apoya y confía. Lo que ocurre es que con frecuencia, su facilidad para acceder a informaciones de carácter económico o su poder para tomar decisiones que se plasmarán en el BOE, los sitúan en una encrucijada en la que determinados intereses económicos, gremiales o partidistas, posponen la ley, el método democrático y la Ética ante la prioridad de su concepción de la eficacia y/o del beneficio personal o partidario.
Corrupto el que vota a un corrupto
Es decir, el político, hombre o mujer, tienen ante sí la incitación a conculcar la legalidad y los procedimientos administrativos. Ello no los exonera de su deber con la sociedad.
Pero conviene afrontar el hecho de que la corrupción es, en muchas ocasiones, socialmente reprobada cuando sale a la luz pública y a la de los medios de comunicación, pero no antes, aunque sea visible y constatable. Una sociedad y un electorado que reiteradamente siguen apoyando y votando a ladrones y corruptos son también corruptos. El sentido corporativo o el "patriotismo" de partido son, muchas veces, coautores del delito. Vivimos rodeados de evidencias.