La cena fue en el restaurante Two Continents de Washington y, en un momento dado, Arthur Betz Laffer sacó un bolígrafo del bolsillo y se puso a explicarle -mediante un gráfico sobre una servilleta de papel- a Ronald Reagan cómo se podían bajar los impuestos y, a la vez, subir las recaudaciones fiscales.
Laffer no sabía entonces que estaba inaugurando una nueva era: la de los milagros económicos, que sólo tienen un inconveniente: duran poco, por ejemplo, lo que dura una campaña electoral. Recordemos: Reagan llevó el déficit público norteamericano hasta unos niveles que nunca se habían alcanzado antes.
Ahora que los partidos calientan los motores, los diferentes departamentos de ideas geniales trabajan sin freno y anuncian milagros por doquier. Ya sean de izquierda o de derecha, todos prometen subir las prestaciones sociales y bajar los impuestos. Cosas difícilmente compatibles fuera de la ficción.
Lo más extraño de todo es que nadie quiere explicar, por ejemplo, cómo evitar que el 90% de la recaudación del IRPF salga de los salarios, mientras que éstos no llegan al 45% de la renta nacional. Vamos, que los asalariados pagan el doble de lo que deberían. Tampoco respecto al paro se dice cómo salir del agujero. Porque ¿querremos salir nacionalizando Endesa o el Santander, como aseguran quienes miran con buenos ojos a Venezuela?
Otro ejemplo: la enseñanza, cuya reforma urge más que el comer. Hemos vueltos a centrar el debate en torno a la religión (ya se sabe, "un español es un ser que siempre va detrás de un clérigo, con una vela o una estaca en la mano") y poco parece importar que en algunas CCAA se obligue a los chavales a estudiar en una lengua que no es la materna, con el maltrato y el despilfarro que eso significa.
Desde luego, el mayor fracaso de los partidos en España ha sido su incapacidad para ponerse de acuerdo en un sistema educativo perdurable, y ahí seguimos, corriendo amenazantes o devotos detrás de algún obispo.