
Apenas llevan cien días, pero sus decisiones e indecisiones han hecho correr ríos de tinta. Al parecer, llevan mal lo de estar bajo la lupa, pero es el precio que hay que pagar cuando has levantado tan altas expectativas y una crisis feroz ha despertado la conciencia cívica de los ciudadanos, que ahora exigen información, saben del valor de su voto y están dispuestos a venderlo caro.
Es de esperar que su exhaustivo escrutinio no se limite al estreno. Los españoles se han convertido en auditores de lo público, vigilan a sus gestores como hasta hace poco solo lo hacían la oposición, los periodistas y los mercados.
¿Qué han hecho hasta hoy los llamados "ayuntamientos del cambio"? Hechos, pocos. O nada. En Madrid, quisieron subir el IBI, la oposición les conminó a bajarlo. Recortaron el impuesto a los particulares y elevaron el de las empresas, pero el resto de grupos forzó una rebaja generalizada.
En Zaragoza también tienen previsto modificar los impuestos sobre la vivienda y en Barcelona se plantean reducir el IBI, pero subirán el catastro. Pluralidad, como puede deducirse, que no falte. En otras cuestiones parecen más de acuerdo: a todos les agrada la idea de imponer tasas a los cajeros, que repercutirán sobre el bolsillo de sus clientes. Las casas vacías también les ponen nerviosos. Y no acaban de ver la fórmula para sacar algo más de tajada al turismo.
Quieren recaudar más, lo que no saben es cómo. Y, en lo que encuentran la gallina de oro para gastar en no se sabe qué, lanzan globos sonda a ver cómo caen entre la opinión pública. El desbarajuste que organizan con cada idea es tal que el sufrido ciudadano ya no sabe a qué atenerse a la hora de tomar decisiones económicasn porque lo que hoy es blanco mañana puede ser negro. A ellos no les queda más remedio que aguantar, pero el inversor que tiene ciudades a puñados, ante tal inseguridad jurídica, acabará por mirar hacia otra parte.