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La decadencia del coche del pueblo

Hasta ahora, el escándalo de Volkswagen se ha desarrollado siguiendo un guion trillado. Primero trasciende la noticia de una conducta corporativa deshonrosa (en este caso, la programación del fabricante de coches alemán de once millones de vehículos diésel para que se encendieran los sistemas de control de contaminación sólo cuando eran sometidos a pruebas de emisiones). Acto seguido, los directivos se disculpan y algunos pierden su empleo. Sus sucesores prometen cambiar la cultura corporativa y los gobiernos se disponen a imponer multas copiosas. Después, la vida sigue. Este escenario se ha vuelto familiar, sobre todo desde la crisis financiera de 2008. Los bancos y otras entidades financieras lo han representado en muchas ocasiones, incluso mientras los escándalos sucesivos seguían erosionando la confianza en el sector. Esos casos y el fraude del "diésel limpio" de Volkswagen deberían hacernos repensar nuestro planteamiento de la deshonestidad corporativa.

Las promesas de una mejor conducta son obviamente insuficientes, como demuestra el número aparentemente interminable de escándalos en el sector financiero. Los reguladores no han terminado de tratar un caso de manipulación del mercado cuando ha surgido otro.

El problema con el sector bancario es que se levanta sobre un principio que incentiva la mala conducta. Los bancos saben más sobre las condiciones del mercado (y la probabilidad de que sus préstamos se reembolsen) que los depositantes. El secretismo yace en el núcleo mismo de la actividad financiera. Los analistas amables lo llaman "gestión de la información"; los críticos lo ven como una forma más de información privilegiada.

Los bancos también son vulnerables especialmente al escándalo porque muchos de sus empleados se comportan a la vez de formas que podrían afectar a su reputación e incluso al balance de toda la empresa. En los años noventa, un único gestor de Singapur hizo trizas el venerable Barings Bank. En 2004, la banca privada japonesa de Citigroup se cerró cuando un agente amañó el mercado de bonos del Estado. En JPMorgan Chase, un solo agente (la ballena de Londres) costó a la empresa 6.200 millones de dólares.

Lo que estos escándalos reiterados demuestran es que las disculpas son poco más que palabras y que el debate sobre el cambio de la cultura corporativa no suele tener valor. Mientras que los incentivos sigan siendo los mismos, no cambiará la cultura.

El caso Volkswagen sirve de recordatorio de que las irregularidades corporativas no se limitan al sector bancario y que solo imponer multas o reforzar la regulación no va a resolver el problema. Sin duda es una de las leyes de hierro de la física corporativa: por cada normativa hay una proliferación proporcionada de innovaciones para eludirla.

Nadie debería sorprenderse de que haya incentivos en el sector automovilístico para burlar el sistema. Todo el mundo sabe que la economía real de combustible no coincide con los números en la pegatina del concesionario, que se generan con pruebas donde el viento sopla a favor o la calzada es especialmente lisa. Por la misma razón, cualquiera que haya estado cerca de un vehículo diésel, incluso de los que proclamaban las virtudes del "diésel limpio", se habrá dado cuenta de que olía peor que un coche de gasolina.

Hay dos similitudes importantes entre los escándalos en el sector financiero y Volkswagen. El primero es que las grandes corporaciones, ya sean bancos o fabricantes, están profundamente arraigadas en la política nacional y los representantes electos dependen de esas empresas para crear empleo y pagar impuestos.

Volkswagen, concretamente, es un icono de la manufactura alemana. La cancillera Angela Merkel se ha desvivido por apoyar a la empresa, como su predecesor Gerhard Schröder, que salió en su defensa en 2003 cuando la Comisión Europea puso en duda la legalidad de su estructura empresarial. La segunda similitud es que ambos sectores están sujetos a múltiples objetivos regulatorios. Los reguladores pueden querer que los bancos sean más seguros pero también quieren que presten más a la economía real, y eso suele implicar más riesgos. En consecuencia, imponen reglas que no empujan a los bancos claramente ni en un sentido ni en otro.

La normativa de las emisiones de automóviles tiene un problema parecido. Mientras los reguladores se centraban en limitar el calentamiento global, abundaban los incentivos de fabricar coches que produjeran menos emisiones de gas invernadero, aunque eso implicara, como con los diésel, emitir otros gases y micropartículas mucho más nocivas para los humanos. Nunca se debatió el equilibrio entre limitar la contaminación local y luchar contra el cambio climático. La crisis de Volkswagen ilustra vívidamente la necesidad de algo más que una disculpa corporativa y un cachete del regulador. Es hora de un debate sobre cómo redactar reglamentos que ofrezcan los incentivos correctos para alcanzar los objetivos: el bienestar social y económico. Solo cuando se entable ese debate conseguiremos los bancos, coches y otros bienes y servicios que queremos.

Artículo de Harold James para Project Syndicate, 2015

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