
Se suele asociar el capital económico al capital financiero. Sin embargo, la economía se sirve de otras formas más sutiles de capital. Ahí están, por ejemplo, el capital de salud o el capital humano, que tienen una enorme influencia sobre la riqueza de un país. El primero, como su nombre indica, tiene que ver con la salud de la población, lo cual impacta de manera indiscutible en el crecimiento económico. Una población sana no sólo es más productiva, sino que genera más riqueza. De ahí, la importancia que tienen las políticas de prevención y los programas de vacunación, la asistencia primaria y todas las acciones encaminadas a prevenir la cronicidad de las enfermedades. El absentismo laboral e, incluso el escolar, y las pérdidas originadas por los cuidadores forzados que han de atender a familiares enfermos, tienen una enorme incidencia en la economía. No se entiende, por tanto, la politización que existe en un campo que debería llamar al consenso.
En otro ángulo se encuentra el capital humano que, de forma simple, se corresponde con el conocimiento o las habilidades de los trabajadores que influyen en su productividad y en otros aspectos multidimensionales que tienen reflejo económico, que se complementan con la generación de inteligencia emocional, que tanto valor tiene en la vida laboral. El capital humano nace, por tanto, en todo el campo de la educación: desde la educación primaria o secundaria, como la universitaria, incluyendo todo el panorama formativo que cada persona acumula en forma de inversión presente o futura. Un capital que, al final, tiene mucho que ver con la calidad educativa desde los inicios de la edad escolar.
La educación -no hay que repetirlo- es una parte esencial de la vida de las personas. Un instrumento vital que es el medio esencial para transformar la sociedad. No se entiende, por ello, como, al igual que el capital de salud, el capital humano se ve igualmente sometido a una constante politización, cuyos resultados en España son perfectamente mejorables. Ahí están los informes PISA para demostrarlo, o las tasas de abandono escolar para corroborarlo. Un sistema educativo con constantes cambios normativos, rígido y uniforme, que no se adapta ni a los intereses y aptitudes de todos los alumnos, ni a las necesidades del mercado. De ahí, el fracaso escolar de un lado, y la separación existente entre lo enseñado en la universidad y lo que precisan las empresas.
Por no remitirnos al franquismo, con su última ley, la Ley General de Educación (LGE) de 1970, desde 1980 los españoles hemos visto dos leyes educativas de la extinta UCD (la LOECE de 1980 y la LODE de 1985); tres del PSOE (la LOGSE de 1990, que diseminó la mayor parte de los contenidos bajo la responsabilidad de las Comunidades Autónomas, la LOPEG de 1995 y la LOE de 2006, que anuló la LOCE del PP que nunca llegó a imponerse, y que introdujo la controvertida asignatura de Educación para la Ciudadanía); y dos del PP (la referida LOCE y la actual LOMCE que, al parecer, no tendrá mucha vida dada la contestación de los partidos opuestos al PP).
No es de extrañar, por tanto, que la educación España se encuentre en tan bajo nivel. La politización del sistema educativo no lleva a la excelencia, sino que se pierde en polémicas partidistas en las que el alumno es más un instrumento a manipular que la persona que una vez formada puede revertir sus conocimientos en bien de la sociedad. Es decir, donde la inversión en capital humano se transfiera en beneficio del propio individuo y de toda la sociedad.
Cuando se echa la vista sobre la enseñanza universitaria se comprueba más de los mismo: continuas idas y venidas. Ahí están la LRU de 1983; la Ley Orgánica de Universidades (LOU) de 2001; el paso a Bolonia con los Reales Decretos de 2005 y 2006; la LOMLOU (Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Universidades) de 2007 y el Real Decreto Ley de este mismo año. Todo un galimatías de reformas que no se han traducido en mejores resultados, en un sistema donde el 60% de los alumnos cambian de estudios al segundo año.
Y en todo este contexto, si la calidad educativa es bastante deficiente en la mayoría de los casos, habría que preguntarse sobre el capital humano del propio profesorado en un sistema rígido de corte funcionarial que se transmite igualmente a las universidades privadas, muchas de las cuales han nacido al hilo de una permisividad administrativa fuera de toda lógica. Una situación que debería obligar a preguntarse si el desempleo juvenil no tiene, en alguna medida, que ver con el fracaso educativo a todos los niveles.
Ahora se anticipan tiempos políticos nuevos, cuyo primer resultado es la paralización, por no decir la defunción, de la actual LOMCE. Con nuevas declaraciones en las que se apela al consenso político en lo educativo, a la vez que se pide que los alumnos pasen de un curso a otro sin haber aprobado todas las asignaturas del anterior. Una llamada a la destrucción del deteriorado capital humano que acumula nuestro país; lo que se traducirá en un futuro sin alternativas para muchos de los estudiantes de hoy.