
Fueron, sin duda, las palabras más eficaces en la historia de la banca central. Hizo tres años el pasado fin de semana: el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, se comprometió a hacer "lo que hiciera falta" para salvar el euro. Pudo parecer una promesa lo bastante obvia en su momento y se recibió no sin cinismo, pero al final surtió efecto.
Desde entonces, a pesar de la paliza que se ha llevado Grecia y el auge de los partidos populistas anti-euro en el resto de Europa, la crisis del euro ha estado contenida. Los rendimientos galopantes de los bonos que en su día amenazaron con quebrar Italia y España han caído progresivamente. Lo insólito es que ambos países ya pueden pedir dinero mucho más barato que los poderosos Estados Unidos. El temor de que la moneda única pueda desbaratarse de la noche a la mañana por las broncas en los mercados financieros se ha acallado.
Aunque no basta
Y, a pesar de todo, tres años después "lo que haga falta" no basta. En realidad, la crisis financiera se ha convertido progresivamente en una crisis económica y está pasando a ser una crisis política. A la vez, la crisis de liquidez ha mutado en crisis de solvencia. No hay indicios de que Draghi vaya a encontrar la respuesta a estas cuestiones y desde luego no las va a solucionar un único discurso.
Es fácil olvidar lo cruda que era la situación en Europa cuando Draghi tomó las riendas. Cuando subió al escenario del congreso de inversiones en Londres el 26 de julio de 2012, la eurozona se había llevado un golpe de los mercados financieros. Grecia se acababa de hundir y tenía que ser rescatada por sus vecinos. No tardaron en seguirla Portugal e Irlanda. Los rendimientos de los bonos subían de forma alarmante en Italia y España, y en algunos puntos traspasaron el nivel del 6% en el cual las deudas son insostenibles. Los líderes europeos se reunían en cumbres de crisis casi semanales y urdían planes nuevos para salvar la moneda que raramente seguían en pie la mañana siguiente. Imperaba el caos y muchos pensaban que el euro no cumpliría un año más.
"El BCE está dispuesto a hacer lo que haga falta para salvar al euro", dijo Draghi aquel día. "Y, créanme, bastará". Hasta ahora, ha tenido razón. En aquel momento, el fondo del problema era que los mercados no creían que el BCE fuera un banco central real -es decir, que en última instancia imprimiese bastante dinero como para evitar que un gobierno se hundiera, siempre que aceptase los términos del rescate impuestos por sus socios-. Lo que Draghi estaba dejando claro es que bajo su mandato, sí lo sería. El fondo de cobertura que vendiera en corto bonos italianos o españoles sabía que se enfrentaba al fuego abierto del banco central de lo que sigue siendo el mayor bloque económico del mundo. No sorprende que le apoyaran. De repente, operar se había vuelto demasiado peligroso.
Los efectos fueron drásticos. En lo más álgido de la crisis, el rendimiento de los bonos españoles a diez años alcanzó el 7,5%. Ahora se encuentran al 1,92 . Los bonos italianos traspasaron el 7%; ahora no llegan al 2%. En dos de los países en bancarrota, las caídas fueron todavía mayores. Ahora, Portugal e Irlanda van camino de la recuperación. Los días en que toda subasta de bonos estatales era un morderse las uñas ya son historia. En ese sentido, el discurso intervencionista de Draghi fue un éxito aplastante y se merece el reconocimiento por ello. Tal vez nunca sepamos si hubiera sido capaz de cumplir su promesa, porque no le hizo falta. La amenaza por sí sola bastó para llamar al orden a los mercados de capital.
Pero no se solventaron todos los problemas subyacentes. Lo que hace dos años era fundamentalmente una crisis financiera se ha convertido en económica. Un vistazo rápido a los números nos recuerda crudamente los apuros en que está metido el continente. Olvídese de Grecia, que ha descendido hasta su infierno económico particular. Finlandia, un país próspero del norte de Europa que se ha adherido a todas las normas, está ahora en recesión, con una contracción más del 0,5% del PIB prevista este año. Su economía ya es un 5% más pequeña que en 2008. Portugal acumula deudas insostenibles, con un índice deuda/PIB del 130%, en su mayoría en manos extranjeras -una situación tan estable como un bebé montado en bici-. Italia sigue siendo un país olvidado para el crecimiento, con su PIB atrapado por debajo del nivel que tenía cuando se unió a la moneda única allá por 1999, mientras el paro crece sin cesar y cobra fuerza el éxodo de jóvenes italianos a países donde tienen posibilidad de conseguir trabajo. España se sostiene como el único ejemplo de país que ha vuelto a la senda de la competitividad a golpe de reformas y está en una racha de crecimiento. Aun así, el paro sigue siendo devastador y afecta a más del 23% de la población laboral, mientras el índice de parados jóvenes supera el 50%. No es exactamente un éxito.
Y es, sin duda, insostenible. En Grecia, el electorado ya está en rebelión contra una austeridad sofocante, aunque por ahora parece resignado a otra recesión profunda más. España se enfrenta a unas elecciones volátiles el año que viene y se espera que Podemos coseche grandes victorias. En Francia, el Frente Nacional, explícitamente anti-euro, arrasa en las encuestas. En Italia, el Movimiento 5 Estrellas es una fuerza potente. Tarde o temprano, un partido decidido a abandonar el euro se hará con el poder.
Tres años después del discurso, es cierto que los mercados financieros no van a desmantelar la moneda única. Se ha levantado un cortafuegos básico para evitarlo, pero la crisis económica empeora. Draghi es un banquero central avezado y fructífero, y la eurozona es afortunada por tenerle, pero no será capaz de salvar el euro solo, por mucho que lo intente.