
El sábado, horas antes del referéndum, un amigo me llamó para contarme que estaba buscando la forma de abrir una cuenta en Berlín. Me contó que no tenía intención de llevarse allí su dinero, pero que ya había vivido un corralito en Latinoamérica.
Recuerda con horror cómo los ahorros que sus padres guardaron durante toda una vida se esfumaron de la noche a la mañana, así que quiere tener un salvavidas listo y, si las cosas se ponen feas en España, poner a resguardo su capital mediante una rápida transferencia. Es lo que ha traído el referéndum griego: de golpe y porrazo, la desconfianza que padecimos en los años más duros de la crisis ha regresado. La tarea de las autoridades es acabar con ella.
Podrían pagarle a Tsipras con la misma moneda, convocando una consulta en la que el resto de europeos, que son los que pagan la factura de la "dignidad" de Syriza, decidan si quieren seguir financiando los dispendios de un país que lleva un siglo y medio viviendo por encima de sus posibilidades. Dudo que españoles, irlandeses o portugueses, a los que tanto ha costado salir de la recesión, fueran partidarios de entregarle un euro más. Y, francamente, se lo habría ganado.
El otro extremo es entregarle el dinero, además de una nueva quita de deuda, a cambio de un compromiso cosmético. Ente ambas salidas, de catastróficas consecuencias, hay una amplia escala de grises que los gobiernos están obligados a explorar. Decidan lo que decidan, la conclusión debe ser clara: Atenas puede seguir en el euro sólo si cumple las mismas reglas que el resto.
Cualquier componenda, a las que la UE es muy dada, abriría la puerta al populismo en el sur, atemorizaría a las clases medias y desataría una fuga de capitales hacia el norte que haría saltar por los aires al euro... Vimos las orejas al lobo en 2011. Creíamos que habíamos conjurado el riesgo, pero, gracias a un demagogo, estamos otra vez como entonces.