Llegaba tarde a algún lugar. Como de costumbre. Corría apresurado por el inmenso, inhóspito vestíbulo de una gran superficie. Me cortó el paso una mujer con ese amable y cuasi imperativo gesto de las comerciales a comisión que en tantas ocasiones te ofrecen-asaltan con tarjetas de crédito, abonos a servicios, telefonía móvil...
Me excusé: "Lo siento, no llego?" y cuando me alejaba, aún con la común mirada sostenida, me dijo algo que me partió el alma: "Lo entiendo. Suerte, también yo soy abogado". Llegaba tan tarde que en realidad no llegué. Perdí mi cita y con el recuerdo de aquellas palabras como una cuchillada volví sobre mis pasos hacia ella. Fue una breve charla donde su desesperanza conjugaba con mi imposibilidad de ayuda.
Me reiteró que era abogada, ofreciéndoseme para cualquier colaboración en cualquier materia, en cualquier lugar. No decayó cuando le dije que estaba casi retirado tras casi medio siglo de ejercicio de nuestra profesión, la que ella quiso y la que aún es mía.
Era una mujer joven, de familia modesta en la que sus padres se habrían dejado ahorros en dar una carrera a su hija, la carrera que ellos no tuvieron y que creían le abriría las posibilidades de las que ellos carecieron. Y ahora, licenciada en Derecho, ofrecía servicios, telefonía móvil o tarjetas de crédito a personas como yo con la prisa como excusa para frustrar su educado abordaje.
¿Qué sociedad tenemos que condena a decenas de miles de licenciados universitarios que de la facultad pasan a la casi nada? Ese 50% de jóvenes destinados al paro, a trampear su vida gracias a esa seguridad social que se llama padres, viviendo en precario un presente sin mañana. Maldita sociedad regida por ese monstruo que se llama "mercado", un Moloch que excluye a una gran parte de sí misma. Pero Dios ya no existe, la revolución fue un fraude y quedamos nosotros? con nosotros mismos. En soledad o, los más afortunados, en alguna solidaridad.
