
Hablar de Internet y de privacidad o de seguridad es un oxímoron. En 2010 había la friolera de 10.000 millones de aparatos conectados a una red que ensancha nuestros horizontes hasta límites insospechados mientras hace vulnerable nuestra intimidad a intromisiones no deseadas. La tecnología nos hace a la vez más libres y más vigilados: los teléfonos móviles detectan nuestra ubicación, el sistema Swift controla nuestras transferencias internacionales y el futuro Registro de Pasajeros (PNR) guardará constancia de nuestros viajes por avión. Sun-Tzú concluiría que quienes tienen acceso a esos datos tienen también poder sobre nosotros.
Assange reveló la fragilidad del sistema de comunicaciones secretas del Pentágono y del Departamento de Estado americanos y Snowden nos ha permitido conocer una descarada, ilegal y masiva intromisión en nuestras vidas privadas a cargo de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), que intervino los teléfonos de la canciller Merkel, la presidente Rousseff, la senadora Feinstein (para más inri presidenta del Comité de Inteligencia del Senado), los líderes del G-20 reunidos en 2009 en Londres, o de mi amigo Joao Vale de Almeida cuando era embajador de la Unión Europea en Washington y negociaba con los americanos el Tratado de Libre Comercio Trasatlántico. Impresentable. Un documental sobre Snowden ha ganado un Oscar este año mientras el escándalo de la NSA forzaba a los EEUU a poner límites a los programas de recogida masiva de datos.
El ataque cibernético sobre Sony por la película The Interview que parodia al ridículo dictador norcoreano le ha costado a la compañía 100 millones de dólares y la cabeza de su CEO. Obama culpó al régimen de Pyongyang, cuyas comunicaciones sufrieron un apagón de varias horas días más tarde. En 2007 Estonia sufrió un ataque ruso en sus redes informáticas y también los iraníes vieron dañado su programa de depuradoras para enriquecer uranio por el virus Stuxnet, de origen tan desconocido como fácilmente imaginable. Recientemente ha habido robos masivos de contraseñas bancarias y las aseguradoras americanas han visto revelados datos de 80 millones de clientes, mientras se estima que hackers han sustraído mil
millones de euros a varios bancos en los dos últimos años. Estos últimos días han sido Ryanair y la francesa TV5 las que han sufrido ataques cibernéticos cuyo origen se sospecha pero es difícil probar. Hay quien habla del Salvaje Oeste para describir la situación. Es un problema mayúsculo que no deja de crecer pues estos ataques aumentaron un 60% solo en 2014, exigen respuestas "en tiempo real" y el director del CNI ha reconocido que España es uno de los países que más los sufre, 13.000 el año pasado, tanto contra organismos oficiales como contra empresas privadas a pesar de los esfuerzos del Centro Criptológico Nacional, creado en 2002, que necesita urgentemente más medios si queremos proteger nuestra seguridad (se dice que la "Unidad 61398" china tiene 2000 hackers).
No hay que engañarse. Obama ha dicho que "las mismas tecnologías que nos sirven para hacer bien, pueden hacer mucho daño" y es que aquí no hay buenos y malos, ni amigos ni enemigos, los hay que pueden y los hay que no. Esta es un arma de doble filo y el que es ducho en defenderse también lo es en atacar sin dejar huella, lo que no resulta demasiado difícil incluso para los simples mortales usando programas como TOR que disimula bajo mil capas diferentes, como la cebolla, el punto de acceso a la red, algo que tanto es bueno como malo pues igual puede proteger la vida de un bloguero como ocultar la identidad de un pederasta. La tecnología es moralmente neutra y son los usuarios las que la usan bien o mal.
El resultado es la vulnerabilidad de nuestras comunicaciones y archivos frente a la diseminación de troyanos que chupan nuestros secretos. Según Symantec, el año pasado 552 millones de personas sufrieron robos de identidad. Hay secretos industriales, estrategias comerciales o posiciones negociadoras y datos personales (cuentas, tarjetas) que pasan a la competencia sin que seamos suficientemente conscientes de la necesidad de proteger mejor nuestra información (que es poder, ¿recuerdan?) y a pesar de que se calcula que la industria de protección del ciberespacio mueve ya 70.000 millones de euros anuales. Pero la necesaria encriptación de las comunicaciones privadas despierta recelos en los gobiernos que argumentan que la lucha antiterrorista les exige accesos rápidos. Auguro una dura batalla legal en el futuro inmediato.
A partir de ahora la guerra tendrá un importante componente cibernético. De hecho ya lo tiene. El Departamento de Defensa de los EEUU ha anunciado la contratación de 6.200 especialistas en ciberguerra y Washington gastará 25.000 millones de dólares en los años próximos para desarrollar tecnologías cibernéticas de defensa y ataque. Nos guste o no, se acelera la militarización del espacio cibernético y por eso también China lo ha incluido como prioridad en su reciente Estrategia de Seguridad Nacional. Imaginen lo que será cuando las redes eléctricas se colapsen, las Bolsas y los sistemas bancarios dejen de funcionar y los cambios de presión hagan estallar gasoductos simplemente accionando teclas de un ordenador desde la seguridad y el anonimato que dan miles de kilómetros de distancia. Se habla ya de guerra híbrida, una guerra donde el componente cibernético se conjugará con el militar en proporciones variables. El país que se quede atrás sufrirá las consecuencias. Los ciudadanos ya estamos a la intemperie.