
Dicen que el presidente se toma las cosas con calma. Y su forma de actuar avala esa descripción. Le ha dado buenos réditos a lo largo de su vida política, de modo que es comprensible que se resista a modificarla. Sin embargo, los tiempos han cambiado. Quizá al apartado palacio de La Moncloa no llegue en todo su alcance el ruido en la calle. Pero ruido hay. Y justificado.
Cuando Rajoy ganó las elecciones se marcó un objetivo: evitar el rescate de España. Sería ingrato no reconocer que lo ha logrado. Con un éxito más que razonable. Tal vez por eso lo repite como un mantra en sus discursos y mítines. Estrellándose, como demuestran las últimas elecciones, contra el muro de la incomprensión.
Quizá, a la hora de buscar una explicación, sus aduladores le cuenten que lo mismo le pasó a Churchill. Si es así, flaco favor le hacen. Porque los españoles le pidieron que evitara el rescate, sí. Y sabían también que traería "sangre, sudor y lágrimas". Pero exigieron un reparto justo y equilibrado del coste y el goteo incesante de escándalos de corrupción genera una sensación diametralmente contraria.
Por eso, haría ahora bien el presidente en atender la demanda de la opinión, si no pública, publicada. Se ha instalado la necesidad de un cambio de Gobierno. Y, aunque su carácter se lo desaconseje, no conviene desechar ese malestar a la primera de cambio. Porque no desaparecerá.
Su mandato, como jefe del Ejecutivo, no es sólo a rescatar la economía, sino rescatar el país. Y eso pasa por que los ciudadanos renueven la confianza en sus dirigentes. No será fácil. Hay demasiadas heridas abiertas. Así que, para lograrlo, está obligado a poner al frente a las personas más cualificadas técnicamente, pero también con la suficiente habilidad política para restablecer ese intangible en el que descansa la estabilidad de la democracia. Tiene pocos meses para hacerlo. Pero aún está en su mano.