
Nada se descubre al decir que estas elecciones locales y autonómicas son atípicas. Todas las elecciones lo son en un sentido amplio, pero éstas del 24-M han venido con adorno de novedades y sorpresas. Hace mucho que todos sabíamos que el voto a los grandes partidos políticos iba a dispersarse mucho por la aparición de nuevos partidos y la consolidación de partidos no tan nuevos.
Con todo, y con esa premisa que consideraba inevitable un cambio del paisaje político general, es evidente que, en los dos planos de esta jornada electoral (la elección del poder local y la del poder autonómico) las sorpresas se confirman como las protagonistas de la jornada. De hecho, no es ninguna sorpresa que todas las mayorías absolutas hayan quedado abolidas por la voluntad de los votantes.
Ese resultado electoral que confirma la pérdida de las mayorías absolutas en el mapa autonómico y en la mayor parte de las principales ciudades españolas hace que el sueño de gobernar en solitario se esfume para todos los partidos políticos. Queda por averiguar si este panorama mejora el paisaje por donde solíamos movernos. Porque el hundimiento de las hegemonías, tan celebrado por tantos y tan temido por sus propios protagonistas (PP, PSOE e IU), puede ser una buena noticia y puede también no serlo cuando la consecuencia que arroja es un mosaico político que obliga a generar acuerdos poselectorales que, con toda seguridad, serán a veces un Frankenstein político de difícil articulación.
Porque no parece razonable que el Gobierno de determinadas comunidades autónomas o de determinadas ciudades, es decir, que el poder territorial en su conjunto no sea visible a esta hora y dependa del alambicado procedimiento de pactos poselectorales que serán, necesariamente, el resultado de una estrategia de conjunto, una especie de intercambio de cromos en el nivel nacional para que cada partido pueda completar las páginas de su propio álbum de poder.
Es tiempo de pactos
Que el resultado de las elecciones sea una especie de segundo acto del bloqueo andaluz y que las Susanas Díaz bloqueadas en espera de abstenciones, apoyos y ausencias, se reproduzcan en cada territorio, no parece una noticia que deba celebrarse. Pero por otra parte, esta pérdida de las hegemonías podría abrir el paso a un ilusionante tiempo en el que la política de pactos pudiera convertirse en un ámbito de diálogo y cooperación. No creo, sin embargo, que ésta vaya a ser la tónica.
Esto significa que las elecciones autonómicas y locales, aunque se han celebrado el domingo 24 de mayo, en realidad empiezan hoy lunes 25 porque los resultados, tan inciertos y en tan difícil equilibrio, tan sostenidos por las distintas fuerzas de tantos, tendrán que gestionarse a partir de ahora. La conformación de los Gobiernos municipales y autonómicos requerirá de acuerdos que, a su vez, requerirán de acuerdos marco que, a su vez, se establecerán por intercambio de poderes (este para ti, este para mí y nos unimos aquí pero nos separamos allí).
El reparto de la túnica del poder en trozos de interés circunstancial y en subasta hará que el repudio general a la "vieja política", que está en el origen del crecimiento y del apoyo de los nuevos partidos emergentes, aleje aún más de los votantes las decisiones centrales de las políticas que esta vez, irremediablemente, han sido entregadas por completo a los aparatos políticos y a las estrategias de poder y de partido. Esto es, a la vieja política de verdad.
La dispersión del voto y la conformación de consistorios y parlamentos y asambleas autonómicas tan fragmentadas puede convertir la política en el baile de Frankenstein: tripartitos de izquierda, tetrapartitos inestables, apoyos de interés, sacrificios políticos, intercambios de poder en el mapa, mitad de cuarto en una comunidad a cambio de cuarto y mitad en este ayuntamiento... No parece que estas elecciones hayan dado al votante el verdadero papel de decidir quién quiere que sea el gestor de la política y qué política debe ser aplicada en cada territorio.