
Cuando en el siglo XIX las artes plásticas comenzaron a abandonar el realismo academicista -a lo que no fue ajena la invención de la fotografía-, el papel de los críticos y otros orientadores artísticos comenzó a subir como la espuma, y no digamos el de los artistas impostores.
Antes de lanzarse sobre nuevos caminos expresivos, muchos de los buenos artistas modernos sabían pintar o esculpir a la antigua con envidiable maestría (los cuadros que Picasso pintó cuando era sólo un niño lo evidencian), pero otros no. El arte abstracto acrecentó el papel de los críticos y, en general, de los entendidos, encargados de traducir en palabras las obras plásticas.
Estas interpretaciones verbales propiciaron, a su vez, que los artistas se decidieran, también ellos, a hablar -La palabra pintada, de Tom Wolfe, lo muestra con gracia-, aunque sus discursos fueron, y son en general, confusos y hasta delirantes. Ya lo había temido Cézanne cuando dijo: "Lo mejor que puede hacer un pintor es tener la boca cerrada".
Pero las buenas críticas y las buenas ventas no siempre han ido de la mano. De eso se quejaba, por ejemplo, el pintor abstracto norteamericano Jackson Pollock cuando estando reunido en el Greenwich Village de Nueva York con un puñado de críticos les dijo: "Si soy tan bueno como vosotros decís, ¿por qué no vendo un cuadro?".
No todos los grandes pintores poseen vis comercial. Picasso, desde luego, la tenía, y no digamos Salvador Dalí. Van Gogh no y tampoco Braque, que en vida nunca vendió bien sus cuadros. Si uno visitaba el MOMA (no sé cómo habrán quedado colgados los cuadros ahora), se podía ver, juntos, dos cuadros cubistas que cualquier observador hubiera atribuido al mismo pintor, pero si el espectador se acercaba podía leer la referencia colocada allí por el museo, donde aparecía que uno lo pintó Braque y el otro Picasso, pero el de Braque estaba fechado un par de años antes que el de Picasso.