
En este país llamado España tenemos quizás la más alta concentración de aforados por metro cuadrado del mundo. La institución de aforado se creó con el objeto de garantizar una especial protección a las personas involucradas en actividad política de modo que el ejercicio de su noble actividad (hasta que muchos la convirtieron en indecente) no quede afectada por acciones judiciales cuyo objeto fuere amedrentar o coartar la función de representación de la ciudadanía.
Pero en este país el aforamiento va íntimamente unido a la búsqueda interesada del juez más adecuado que, naturalmente, no es el predeterminado por la Ley: el del territorio donde se haya cometido el delito. Y así, a través del Consejo General del Poder Judicial, la partitocracia coloca a los propios para que a su vez designen los puestos más sensibles de la cúpula judicial? a quienes deberán encargarse de juzgar a esos mismos políticos.
¿Nos entendemos? Érase que se era que en el califato socialista andaluz, Gobierno clientelar donde los haya, una juez desconocida, una tal señora Alaya, decidió que su calificativo de Ilustrísima era algo más que un referente retórico. Que era cierto. Y, del hilo al ovillo, desde un mínimo asunto de corrupción (uno más) terminó por llegar al núcleo duro: un Gobierno andaluz que había convertido la ayuda a los parados en el botín de El Tempranillo.
Y, bochorno sobre bochorno (si aún queda vergüenza), terminaron como imputados los dos últimos presidentes de la Junta (¡¿socialista?!), uno de los cuales además resulta también ser presidente de un partido que aún se llama socialista y obrero. Y por fin llegamos al centro de la cuestión: uno y otro se aferran a sus aforamientos como "representantes del pueblo" con tal de evitar el Juzgado que mejor conoce la causa: la verdaderamente Ilustrísima señora Alaya. Inasequibles al desaliento e impasibles el ademán. Hundiendo a su partido? pero salvando el pellejo.