
Desde el año 2000, en concreto desde el lanzamiento de la Estrategia de Lisboa, la Comisión Europea está embarcada en una política de mejora regulatoria que ha pasado por diferentes fases, y que como objetivos fundamentales busca que la legislación que procede de Europa consiga una eficacia y una efectividad homogéneas en el conjunto de la Unión, y que la regulación que proceda de las instituciones europeas se ajuste a las necesidades de los destinatarios finales de la misma.
No es esta tarea fácil ni sencilla: es evidente que la necesidad de la mejora del ambiente regulatorio se ha convertido en una necesidad perentoria, casi pudiendo calificarse de clamor unánime: la inmensidad de las normas aprobadas desde Bruselas en ocasiones ronda lo abrumador e, incluso lo absurdo: entre los años 2000 y 2014, se han producido a través de los oscuros engranajes legislativos de las instituciones europeas más de 42.000 disposiciones jurídicas.
A ello hay que añadir que en algunos casos, como el de las Directivas europeas, para que puedan aplicarse en los Estados miembro se necesitan numerosos, complejos y farragosos actos de transposición, que en ocasiones dejan poco reconocible la propia norma original. Y peor es aun cuando nada más publicarse en el Diario Oficial de la Unión Europea una Directiva, que ha tardado años en salir a la luz, los Estados miembro la obvian y emprenden actos legislativos más restrictivos todavía, bajo la única bandera de que toda Directiva es, por definición, de mínimos. ¿Para eso hemos construido este complejo y costoso mecanismo burocrático europeo?, ¿dónde queda la armonización y la mejora del mercado interior?
En España, con nuestro sistema hiperdescentralizado, con frecuencia se pueden necesitar más de 300 normas para aplicar la exigencia derivada de la legislación europea original. Y esto es así porque son muchas las Administraciones que se pueden ver enfrentadas con el cumplimiento de los objetivos fijados, y en muchos ámbitos relevantes: reciclaje y tratamiento de residuos, exigencias y requisitos sanitarios sobre productos alimenticios, uso de pesticidas y de sustancias peligrosas o nocivas.
De hecho, es difícil encontrar un espacio de la realidad cotidiana que no esté impregnado por los imperativos de Bruselas. Nos acompaña desde los primeros días de nuestras vidas, por ejemplo con la regulación de los aditivos en potitos para bebés, hasta las postrimerías, con las exigencias sanitarias de los enterramientos.
Pero con meras intenciones no se cambia la realidad: eran muy pocos los caminos que le quedaban abiertos a la Comisión Europea para combatir las permanentes quejas de las empresas y de los particulares receptores de la legislación comunitaria. En concreto, las únicas vías que permiten implicar mejor a los destinatarios de una norma en fase de propuesta son sólo dos: la consulta pública previa, que exige de una tramitación adecuada y la valoración del impacto regulatorio, que debe realizarse también a través de la consulta a los sectores afectados y buscando opiniones independientes, ecuánimes e imparciales.
Era evidente que en la fase de consulta había mucho por hacer: son conocidas las consultas iniciadas por la Comisión en julio y acabando la última semana de agosto -es decir, digámoslo con cierta cortesía- en las fechas menos hábiles en cualquier empresa de la Unión.
Pero no se trata sólo de aumentar los plazos de consulta, pues luego resulta imprescindible saber cómo y de qué manera ha tenido en cuenta la Comisión Europea la opinión de los sectores afectados. Dos ejemplos ilustran mejor que nada: la Directiva del Tabaco aprobada el año pasado tuvo más de 80.000 opiniones y dictámenes expresados por empresas y particulares: es imposible saber si Bruselas tomó nota de sólo una de ellas con los informes hechos público al respecto o la importante revisión de la Directiva del tiempo de trabajo -que acaba de finalizar en marzo- y que ha recibido casi 2.000 opiniones, de lo más variopintas, y ahora deberán ser procesadas por la Comisión.
El otro camino consiste en profundizar en el análisis del impacto regulatorio. Aquí hay mucho espacio para la mejora, porque la Comisión Europea sigue siendo la protagonista en ese estudio de las consecuencias para los sectores regulados: articula la petición de informes y elabora las conclusiones finales. Quizá habría que ponderar la conveniencia de dejar a organismos independientes la fijación de las consecuencias regulatorias de una propuesta legislativa. Ya se sabe, ser juez y parte puede tener consecuencias perniciosas, e incluso dañinas.
Pese a los tímidos pasos emprendidos, bienvenidos sean. Confiemos en que estos esfuerzos puedan redundar en la mejora del sentimiento de pertenencia a esta Unión Europea para toda la ciudadanía, y en que las empresas no busquen la deslocalización como huida y escape para un ambiente regulatorio.