Firmas

El bucle de la corrupción

Bárcenas

El bucle de nuestra corrupción política no es original puesto que, con mayor o menor intensidad, ha afectado a numerosos regímenes democráticos de nuestro entorno. Y en todas partes ha registrado las tres fases que han desembocado aquí en el paroxismo delictivo que ha caracterizado a la burbuja económica de los primeros años de este siglo.

El gran pretexto desencadenante de la corrupción política -en España, pero también en Francia o en Italia- ha sido la financiación de los partidos políticos, siempre ávidos de recursos. En los años 80, los jóvenes partidos españoles, con escaso arraigo, idearon distintos entramados para sobrevivir y mantener sus onerosos aparatos. El juez Ruz acaba de manifestar en el auto que cierra el caso Bárcenas que la contabilidad B del PP ha quedado acreditada entre 1990 y 2008; precisamente en 1990, a poco de llegar Aznar a la Presidencia del PP, estallaba el caso Naseiro, que fue sobreseído por defectos de forma. Casi simultáneamente, el PSOE era protagonista del caso Filesa, un entramado de empresas que sirvió para financiar las campañas electorales de 1989 y que terminó -éste sí- con la condena de varios dirigentes socialistas. Naturalmente, la financiación ilegal era a costa de empresas dispuestas a conseguir por esta vía favores del poder, y el cohecho era la herramienta.

En una segunda fase, sin solución de continuidad con la anterior, la financiación irregular fue aprovechada por desaprensivos para enriquecerse personalmente. El caso Bárcenas y Gürtel son ejemplos notorios de tales conductas, y la inmensa fortuna de Bárcenas en paraísos fiscales, la prueba de que tras la ilegalidad pretendidamente filantrópica estaba el afán de lucro personal.

En la tercera fase, ya con un alto grado de corrupción en el ambiente, determinados políticos sin escrúpulos han utilizado sus cargos para enriquecerse directamente y sin necesidad de pretextos. Esta descripción responde por ejemplo a la operación Púnica en la cual Francisco Granados, secretario general del PP de Madrid hasta 2011, utilizó su ascendiente para cobrar comisiones de intermediación y rentabilizar su influencia en beneficio propio. En esta categoría habría que inscribir la crónica corrupción urbanística que ha afectado a Valencia, Murcia, Baleares, etc., así como los desmanes cometidos en numerosas cajas de ahorros, en las que los representantes políticos y sociales que debían haberlas gestionado realizaron un colosal expolio.

Una fase particular del bucle ha sido la de la corrupción institucional encaminada a mantener el voto cautivo en Andalucía: el clientelismo exacerbado ha sido sostenido mediante recursos procedentes del fraude de los ERE y de la formación.

La clase política ha reaccionado muy tarde -y sin el necesario ímpetu- en contra de unas oleadas de corrupción que han terminado generando gran desafección social. Felizmente, sin embargo, el Poder Judicial, pese a la escasez de medios, ha realizado un trabajo depurativo magnífico y hoy puede decirse que el problema está acotado gracias a la labor de los jueces, que han respondido eficazmente al clamor social de indignación ante un estado de cosas insostenible.

La respuesta legislativa a la corrupción ha sido en cambio premiosa y resulta todavía insuficiente, pese a que el jueves el Congreso aprobó las tres normas que este gobierno ha auspiciado en tal sentido: una ley sobre financiación de los partidos, un estatuto del Alto Cargo y una reforma del Código Penal. Las nuevas normas van en la dirección correcta, aunque ha faltado la voluntad política necesaria para un gran consenso.

Pese a estas insuficiencias, hoy puede decirse con cierto alborozo que el bucle de la corrupción que ha ocupado toda la etapa democrática se ha cerrado o está en vías de hacerlo. Con muchos políticos en la cárcel o a punto de entrar, con numerosos procesos pendientes que se realizarán con la proverbial lentitud pero inexorablemente, con la ciudadanía muy irritada y ojo avizor y con una nueva y joven clase política dispuesta a controlarlo todo con rigor, es impensable que tengan lugar de nuevo un caso Bárcenas o Púnica. De todos modos, sería imperdonable bajar la guardia ahora, cuando estamos convencidos de que la ética necesita la garantía contundente del control riguroso para asegurar la honradez de la clase política. La transparencia y la virtud del futuro deben, en fin, basarse en un gran pacto de la clase política con la ciudadanía basado en la rigurosa supervisión del gasto público.

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