
El discurso oficial ha transformado determinados conceptos en trasuntos de algo diabólico o cuando menos indeseable. Hoy en día hay que tentarse la ropa si nos atrevemos a mencionar palabras como autarquía, proteccionismo o soberanía alimentaria, por poner algunos ejemplos. Seremos anatematizados.
Para el discurso oficial solo hay una verdad incuestionable: la libertad absoluta de capitales, mercancías, servicios o bienes. Al servicio de esa concepción se entroniza la Organización Mundial del Comercio como gran definidora de los objetivos a alcanzar. Para esta visión ideologizada del comercio la supresión de obstáculos y mecanismos de protección de los Estados es esencialmente incuestionable porque ello conlleva, dicen, la marcha venturosa hacia la unidad del planeta, sueño milenario donde los haya.
Lo que ocurre, es que la marcha hacia un mercado globalizado sin fronteras aduaneras hace inútiles a los Estados sin que haya como contrapartida la creación de un Estado que garantice la democracia, el derecho y la calidad de vida de sus ciudadanos. La fábula de las bondades del comercio mundial sin límites está en la filosofía que informa el Tratado de libre Comercio que con tanto sigilo y oscurantismo están negociando la UE y EEUU.
Una mayoría de siervos
El libre comercio entre desiguales conduce a una desigualdad total que está en las base de las profundas y crecientes desigualdades sociales entre territorios, clases y capas sociales. Hija natural de esa concepción comercializadora es la competitividad o excusa para hacer tabla rasa de los Derechos Humanos. El discurso oficial pone el énfasis en los datos, pero obvia los nombres de empresas y personas que se benefician casi en exclusiva de esos logros comerciales.
El comercio sin trabas de ninguna índole tal vez consiga la unidad mundial pero transformando a la mayoría de la población en siervos de una gleba bajo la única autoridad de una minoría al margen del derecho.