
La caída de salarios reales con la crisis y la precarización del trabajo -los empleos fijos ya son menos de la mitad del total-, están acercando peligrosamente al umbral de la pobreza a muchos trabajadores de nuestro país. Un umbral que hasta hace poco sólo era franqueado por los parados, y que ahora está también al alcance de un sector de activos. Evidentemente, esta nueva realidad tiene un efecto social devastador, pero, según se ve, también es negativa desde el punto de vista económico.
Como nadie ignora, la reforma laboral aprobada por el Gobierno Rajoy ha flexibilizado casi absolutamente el mercado de trabajo, con lo cual la existencia de un gran desempleo ha producido una importante devaluación salarial, que en cierta manera ha tenido el efecto de una depreciación de la divisa -una devaluación competitiva-, que sin duda se hubiera aplicado como terapia a la crisis de no haber formado parte nuestro país de la eurozona.
La cuantía de la bajada media de los salarios españoles desde 2007 -el año anterior al estallido de la crisis- es difícil de medir. En términos de paridad de poder de compra y en promedio, habrían subido un 0,6% en total según la OCDE, pero este dato debe tomarse con suma cautela ya que lo ocurrido es que la subida vertiginosa del desempleo ha hecho desaparecer preferentemente los empleos de baja cualificación y escaso salario, los más afectados por la mala coyuntura, con lo cual la media de los salarios restantes se habría elevado. Además, hay elementos de la devaluación salarial de difícil control como las horas extraordinarias no pagadas (en 2012 y 2013, aumentaron un 4,3% y un 28%, respectivamente, según la EPA). El banco de España ha afirmado que en 2012 la caída salarial fue del orden del 2%, el doble de lo que dice la estadística, porque los datos oficiales no han tenido en cuenta que la crisis se ha cebado en el empleo de peor calidad.
Debilidad de la demanda
Sea como sea, al haber cesado la recesión española, se constata la debilidad de la demanda interna, entre otras razones a causa de los bajos salarios y de la gran precariedad laboral, que retraen el consumo. Y los organismos económicos internacionales no han tardado en advertir de ello con alarma (como si no hubiera sido fácil prever lo que la devaluación salarial iba a traer consigo): la OCDE, en concreto, acaba de asegurar en su informe anual sobre empleo -'Panorama de Empleo 2014'- que "las rebajas salariales que se han impuesto en particular en los países europeos más afectados por la crisis están mostrando sus límites en la mejora de la competitividad e incluso son contraproducentes porque agravan el riesgo de pobreza y tienen un efecto depresivo sobre la demanda". En definitiva, "mayores ajustes salariales a la baja en los países más afectados corren el riesgo de ser contraproducentes".
Como es conocido, en el segundo trimestre del año no se han cubierto ni de lejos las expectativas que había suscitado el sector exterior español, afectado lógicamente por el estancamiento económico del Eurogrupo, y el discreto crecimiento de nuestra economía se ha debido a la demanda interna y a la inversión. Es, pues, evidente que la salida de la crisis y la subsiguiente creación de empleo dependen en buena medida del poder de compra de los ciudadanos, que está lógicamente ligado a la retribución salarial.
Reforma laboral
Sin embargo, la reforma laboral sigue en vigor, lo que significa que seguirá degradándose la calidad del empleo. De forma que habría que plantear si no debería emprenderse una cierta contrarreforma, una reforma en sentido contrario -la de restaurar derechos sociales disminuidos, en especial el derecho a la negociación colectiva-, para crear empleo de mejor calidad, forzar unas retribuciones más razonables que preserven la dignidad del trabajador y diferencien el factor trabajo de los demás factores de producción.
No se trata de llevar a cabo una involución ideológica, sino de conciliar la flexibilidad necesaria para una economía próspera con unas condiciones laborales dignas para los trabajadores. Tampoco es cuestión de atacar radicalmente los empleos de aprendizaje o los empleos temporales y/o a tiempo parcial sino de recuperar poco a poco la expectativa de que quien llegue al mercado laboral conseguirá, después de una etapa de adaptación, un trabajo estable que la permita realizar unas previsiones vitales relativamente seguras. Porque la gran precariedad actual, con independencia de su significación económica, constituye un gran fracaso moral para una sociedad que no esta siendo capaz de instalar a las generaciones emergentes ni de garantizar a sus hijos una vida digna basada en el trabajo. Parece claro que este fracaso es también un ingrediente clave de la gran desafección que la ciudadanía siente hacia este sistema inhumano que no se ruboriza con la miseria ni se aplica a hacer de este país una colectividad de trabajadores libres y felices.
Antonio Papell, periodista