
En poco tiempo, si es que no ha llegado ya, la deuda pública española alcanzará el 100% del PIB. Poco importa entonces que la prima de riesgo, y por tanto, los intereses de las nuevas emisiones de deuda, sean menores: el principal sigue creciendo sin tomarse un descanso.
En siete años, desde 2007, año en que la crisis financiera comenzó a mostrar su peor cara, la deuda pública ha crecido en España desde el 37% de entonces al actual porcentaje. Por encima de los siete puntos porcentuales de media anual desde aquella fecha. Todo ello coincide con el enorme desempleo generado y la recesión que, todo hay que decirlo, parece que va quedando atrás.
Cuando esto se escribe, a nivel global, el reloj de la deuda que muestra en su web (The global debt clock), supera de largo los 53 billones de dólares, cerca de todo el PIB mundial, con la mayoría de los países desarrollados acumulando importantes cantidades de deuda pública. Los colores del gráfico no dejan duda: el rojo se extiende por casi todo el planeta, incluidas algunas de las más relevantes economías emergentes. Sólo el verde se ubica en las zonas menos desarrolladas; signo de su incapacidad para devolver los préstamos, y de la paralización de estas economías.
Lastre para futuras generaciones
El texto que acompaña a este gráfico se pregunta si esta circunstancia constituye realmente un problema. Lo cual resulta razonable. Dicho de otra manera: si se pueden pagar los intereses anualmente, ¿de qué preocuparse? Sin embargo, tal como comenta The Economist, el problema existe porque la deuda, al final, la han de asumir los ciudadanos, no los marcianos. Una forma expresiva de indicar que, a medida que crece la deuda, se lastran las posibilidades de las generaciones futuras.
Pues, en el fondo, la deuda pública no deja de ser un mecanismo según el cual la actual generación, los mayores, pueden vivir mejor a expensas de los más jóvenes o, incluso, de los que todavía no están con nosotros. Una extraña manera de parasitismo. A lo que se añade el preocupante hecho de que cuanto mayor es la deuda, mayor es la interferencia del Estado y del conjunto de los agentes públicos en la economía, dejando menos espacio a la iniciativa privada. Es decir, a mayor intervención de lo público, menos sociedad civil. Lo que, en términos económicos, significa no continuar ahondando en unas mayores cargas fiscales, aunque estas se distribuyan de manera distinta. El Estado siempre es voraz en la búsqueda de ingresos.
Pero no sólo es este el problema. La expansión de lo público lleva a lo que el historiador Niall Ferguson definía, en 2013, como la "gran degeneración": la decadencia de las instituciones al hilo de una suerte de muerte lenta o de marcha vegetativa de la economía. Pues, a nivel global, el aumento de deuda pública -muchas veces para aliviar deudas privadas, como se ha visto-, lleva de alguna manera a una cierta perversión de lo público en múltiples formas. Una de ellas, la más dramática, la corrupción que se encastra en el cuerpo político y social y resulta muy difícil de extirpar. Y es que a más peso de lo público, la economía viene fundamentalmente influida por el funcionamiento de las instituciones. Circunstancia que economistas como Paul Collier o Hernando de Soto vienen demostrando desde hace años. Lo público acaba ahogando a lo privado, especialmente en los países menos desarrollados.
En otro orden de cosas, si se mira el porcentaje de deuda respecto de los ingresos del Estado en lugar del PIB, la situación es incluso más dramática, ya que de los ingresos es de donde se obtienen los recursos para pagar los intereses y, en el hipotético caso, el principal. Aquí, exceptuando el dramático caso de Japón que, según el Fondo Monetario Internacional, está por encima del 450%, el resto de las economías desarrolladas no bajaban del 150% de sus ingresos anuales.
¿Cómo reducir deuda?
¿Cuánto debería crecer una economía para poder ir reduciendo la carga de la deuda? Nadie lo sabe, pues depende de muchos factores y del tipo de economía. Sin embargo, en los países desarrollados, no se revertirá la situación a menos que las tasas de crecimiento superen el dos o el dos y medio por ciento. Ya que de otra manera no se generarán recursos suficientes para pagar parte del principal y los correspondientes intereses.
Todos esto permite mirar los problemas económicos, y las crisis económicas derivadas de ellos, desde otra perspectiva, la que afecta al papel de las instituciones y de los reguladores. Pues, contrariamente a lo que se pueda suponer, la última y larga crisis financiera no fue debida a la ausencia de controles regulatorios, sino a una inflación de los mismos. Ahí están las sucesivas normas de Basilea o el peso que tienen diariamente las múltiples leyes y normativas sobre los precios o sobre los mercados. Lo que, volviendo a Niall Ferguson, apela al difícil problema de quién regula al regulador. Y yendo más lejos, a la pregunta de si las sociedades avanzadas se comportan según el Estado de Derecho o el derecho de los jueces que, aunque parezcan sinónimos, en la práctica, no lo son en absoluto, como se puede comprobar diariamente.
Eduardo Olier, presidente del Instituto Choiseul España.